Cuando comer se convierte en vivir y viajar en recordar.
Mar y Paz de Can Picafort, una oda a las cosas deliciosas. Érase una vez una pareja de viajeros amantes de la gastronomía que, movidos por el espíritu de la aventura y el buen gusto, emprendieron una odisea culinaria hacia el norte de Mallorca. Su objetivo no era otro que encontrar una joya escondida entre olas y pinos: un plato tan peculiar como celebrado, cuya fama había trascendido fronteras, mesas y paladares exigentes.
Ellos no eran viajeros comunes. Su brújula no apuntaba al norte, sino al sabor. Coleccionaban experiencias como otros coleccionan postales: cada viaje era una excusa para descubrir un bocado nuevo, un aroma inesperado, una textura capaz de hacer temblar el alma.
En esta ocasión, las pistas los guiaban hacia las tierras de Can Picafort, donde el rumor del mar se mezcla con risas, el canto de las gaviotas y el tintinear de copas al atardecer. Allí, entre terrazas salpicadas de sol y el murmullo de conversaciones en lenguas diversas, se alzaba Mar y Paz. El nombre evocaba calma, pero su cocina prometía todo lo contrario: una revolución de sentidos, un restaurante de cocina viajera con alma mediterránea, corazón asiático y técnica impecable.

Mar y Paz de Can Picafort, una oda a las cosas deliciosas. Un equilibrio virtuoso de texturas y sabores que rozaba la perfección
El plato legendario que buscaban era una lasaña de atún fuera de lo común: capas de masa wonton crujiente, atún jugoso marinado con delicadeza, bechamel de nata fresca y una boloñesa coreana con toques de kimchi, shitakes encurtidos y katsuobushi danzando como copos al viento.
Una sinfonía de sabores que, se decía, podía hacer llorar a los más escépticos y enamorar a los más exigentes. Y ahí estaba: crujiente, ligera, con esa bechamel de nata fresca que hacía suspirar hasta a las gaviotas. No sabían aún que esa noche no sólo descubrirían un plato excepcional, sino también una historia digna de ser contada una y otra vez..
Para elevar la experiencia, la pareja de viajeros eligió un vino blanco evocador: “El sueño del niño”, Moscatel de Alejandría cultivado con respeto en Finca Los Carrascales (Rociana). Un vino atlántico de paraje, seco y vibrante, que ofrecía aromas de flores blancas y frutas como el melón y la pera, perfilando cada bocado con notas etéreas y frescura delicada.

Y cuando ya creían haber alcanzado el clímax gustativo, cuando los sabores del mar, de Asia y del Mediterráneo aún danzaban en sus bocas como ecos de una sinfonía lejana, llegó él: el postre.
Fue presentado con la solemnidad que merece una obra de arte. Sobre un plato blanco inmaculado, descansaba un lemon pie que no era simplemente un final dulce, sino la última página de una historia intensa. La masa quebrada, dorada y crujiente, parecía esculpida con precisión de orfebre.
Encima, una crema de limón de textura sedosa y sabor equilibrado susurraba notas cítricas que despertaban los sentidos. Coronándolo todo, un merengue alto y espumoso, bronceado con soplete hasta alcanzar un tono ámbar, formaba pequeños picos como montañas besadas por el sol al amanecer.
Uno de ellos lo miró con asombro, como quien contempla un relicario. Tomó un trozo con delicadeza, lo llevó a la boca… y el tiempo se detuvo. Primero vino el silencio. Luego, la pausa. Y entonces, como si las palabras hubieran sido destiladas por el mismo limón, exclamó con reverencia:
—¡Esto no es un postre… es una epifanía!
La frase resonó en el aire como un conjuro. Ambos rieron, entre sorprendidos y conmovidos, sabiendo que acababan de vivir algo que iría mucho más allá de una buena cena: habían encontrado un rincón del mundo donde la comida era poesía, el vino era relato, y los postres, revelaciones. Y así, con el sabor del limón aún en los labios y el corazón ligero como el merengue, cerraron el capítulo más dulce de su travesía. Porque hay viajes que se hacen con los pies… y otros, con el alma y el paladar.
- Tipo de cocina: Mediterránea viajera.
- ¿Cómo llegar y reservar?
Mar y Paz de Can Picafort, una oda a las cosas deliciosas. Por Bernd Eldelbar.