La mentira es un arte que perfeccionamos con la edad. Los psicólogos llevan décadas repitiendo el mismo experimento: meten a un niño en una habitación, le piden por favor que no mire el juguete que hay oculto bajo de su silla y, a continuación, salen y lo observan desde detrás de un falso espejo. Los resultados son sistemáticamente los mismos. «El primero», escribe Alex Stone en The New York Times, «es que la inmensa mayoría de los niños mira el juguete a los pocos segundos de quedarse solo. El segundo es que un número significativo de ellos miente al respecto. Al menos un tercio de los que tienen dos años, la mitad de los que tienen tres y el 80% de los mayores de cuatro niegan la transgresión, sin que influyan el género, la raza o la religión familiar».
No todos los niños son igualmente precoces. ¿Qué diferencia a los que empiezan antes? Que son más listos: sacan en promedio 10 puntos más en los test de capacidad verbal, presentan mayor autocontrol y muestran más empatía.
Esto puede parecer deprimente, pero la sinceridad está sobrevalorada en nuestra cultura. Si los niños fuesen incapaces de mentir, se verían obligados a seguir al pie de la letra las instrucciones que se les damos y la obediencia ciega es una pésima estrategia para alcanzar una existencia plena, en gran medida porque lo que hay que hacer en cada momento no está tan claro como los padres pretendemos. Por supuesto que se debe tener cuidado con el sexo, con el alcohol y, en general, con todo lo divertido, pero si mi generación se hubiera atenido estrictamente a lo que se le decía, habríamos acabado todos virgo intactos, solteros y amargados (por no hablar de nuestras ideas políticas).
El juego de la vida tiene muy pocas reglas inamovibles (si es que tiene alguna) y debemos improvisar sobre la marcha para mantener un equilibrio entre los principios freudianos del placer y la realidad. Paulo Coelho ilustra este dilema en El Alquimista con el apólogo de un joven que quiere conocer el secreto de la felicidad. Tras 40 días de travesía por el desierto, llega al castillo del hombre sabio, quien le escucha atentamente y, a continuación, le hace una extraña petición: recorrer sus propiedades sujetando una cuchara llena de aceite. «Y procura que no se derrame», le advierte.
El joven empieza a subir y bajar escaleras y a recorrer pasillos y salones con los ojos siempre clavados en la cuchara y, cuando completa la visita, el sabio le pregunta: «¿Qué te han parecido los tapices del comedor, los pergaminos de la biblioteca, las rosas del jardín?»
El joven, desconcertado, confiesa que no se ha fijado en nada, pendiente como iba del aceite, y el sabio le dice: «Pues vuelve y aprecia las bellezas de mi palacio».
Esta vez el joven se despreocupa de la cuchara para admirar cuanto halla a su paso, pero entonces el sabio le recrimina: «¿Y el aceite que te confié?»
«Se ha derramado por el camino», responde el joven.
«Pues esa es toda la ciencia que te puedo enseñar», admite el sabio. «El secreto de la felicidad consiste en disfrutar de la vida sin olvidarse de la cuchara».
Piense en ello la próxima vez que coja a su hijo en una mentira. Probablemente ha perdido de vista el aceite un instante para descubrir las maravillas que lo rodean.
Por Miguel Ors Villarejo