Detener el tiempo, fracturar la belleza: una mirada a Kazan de Mayumi Hosokura
Mayumi Hosokura: «Admirando la belleza». Contemplar Kazan, su libro de fotografías implica mucho más que hojear imágenes bellamente compuestas: es sumergirse en una experiencia estética que desafía tanto nuestra educación visual como nuestras propias ilusiones sobre la juventud, la belleza y el paso del tiempo. En una era en la que lo joven y lo bello parecen no solo omnipresentes, sino también obsesivamente perseguidos —en vallas publicitarias, redes sociales y hasta en la supuesta neutralidad del arte—, la obra de Hosokura nos exige una pausa, un reajuste mental, un reaprendizaje del mirar.


Inicialmente, uno podría sospechar de estas imágenes: retratos de jóvenes etéreos, de rostros suaves e imperturbables, cuerpos que encarnan una ligereza que la adultez parece olvidar. Es una estética familiar, incluso cómoda, que evoca campañas de moda, editoriales de tendencia, y hasta el culto instagramero a la juventud perpetua.
Es fácil, y tentador, pensar que Kazan intenta vendernos lo mismo: un simulacro nostálgico de lo que fuimos, o una promesa inalcanzable de lo que nunca seremos. Y sin embargo, esta primera lectura resulta superficial, casi cínica. Hosokura está operando en un nivel más complejo, más incómodo, donde belleza y tiempo se entrelazan en un juego de espejos que no nos halaga.

Lo que distingue a Kazan no es su evocación de la juventud, sino su capacidad para fracturarla.
La belleza que aparece en estas imágenes no es gratuita ni complaciente; es casi excesiva, como si estuviera a punto de colapsar bajo su propio peso. En esa saturación, en ese “demasiado” que empieza a insinuarse, se abre una grieta. Es allí donde el espectador despierta: ya no está frente a la imagen perfecta de lo juvenil, sino ante el eco de algo que fue y que, en su perfección, ya se desvanece. El segundo pensamiento, inevitable, es este: ¿qué ocurre cuando esa belleza ya no está?, ¿cuándo el tiempo ha hecho su trabajo?


Aquí, la fotografía se revela como un artificio tan poético como cruel. Es el único medio capaz de detener el tiempo, de cristalizar lo efímero en una especie de eternidad simulada. Pero esa detención no es victoria; es condena. Al inmovilizar el instante, la fotografía le arrebata su vida. Los rostros juveniles de Kazan, fijados en una luz suave y espectral, serán para siempre bellos, sí, pero también inertes. Esa paradoja —la de conservar lo que, al ser conservado, deja de ser— es la que recorre el libro como un latido inquietante.

Para ayudarnos a desmantelar nuestra mirada condicionada, Hosokura introduce otras imágenes: minerales, formaciones geológicas, paisajes casi cósmicos. No hay en ellos ninguna figura humana retozando, ninguna intención de asociar lo natural con la vitalidad antropocéntrica. Los minerales, con su belleza fría y permanente, sirven como contraste: ellos no cambian, no envejecen. Son hermosos porque no viven. Esta confrontación pone en jaque la pulsión de eternidad que a menudo proyectamos sobre lo humano. Frente al rostro joven, el mineral es un recordatorio silencioso: belleza sin alma, eternidad sin memoria.

Y es que, como bien señala el texto que inspira esta reseña, los humanos no podemos tener ambas cosas a la vez: juventud eterna y alma. La juventud se va, irremediablemente, y con ella la belleza que la acompaña. Pero el alma —esa entidad escurridiza, difícil de definir pero reconocible en lo auténtico, en lo vivido— solo florece cuando se acepta la pérdida, cuando se entiende que la nostalgia no es más que una ficción amable. El problema es que nuestra cultura nos enseña a mirar siempre hacia atrás o hacia adelante, a desear lo que fue o lo que podría ser, pero rara vez a habitar lo que es.
Kazan se convierte, así, en un objeto paradójico: al mismo tiempo celebración de lo efímero y crítica de nuestra incapacidad para soltarlo. Las imágenes son tan bellas como incómodas, tan seductoras como perturbadoras. Nos obligan a preguntarnos por qué seguimos valorando más aquello que ya pasó, por qué la juventud tiene tanto peso simbólico en nuestras construcciones de identidad, por qué la belleza se percibe como un capital, y no como una cualidad transitoria de lo vivido.

Hay, en este sentido, una cierta compasión en la mirada de Hosokura. No moraliza, no denuncia; simplemente muestra. Pero al mostrar, revela. Las imágenes, cuidadosamente encuadradas, iluminadas con un lirismo casi onírico, se abren al espectador como superficies especulares. Nos vemos en ellas, o mejor dicho, vemos lo que quisiéramos seguir siendo. Ese deseo, tan humano como irreal, queda al descubierto. El espejo fotográfico no devuelve la verdad, sino nuestras proyecciones. Kazan no retrata tanto a los sujetos jóvenes como al deseo de juventud que nos atraviesa a todos.
A fin de cuentas, esta es la gran lección —y también la gran trampa— de la fotografía: al detener el tiempo, revela su paso. Lo que está fijado en la imagen es siempre lo que ya no es. Al mirar una fotografía no vemos el presente, sino el pasado congelado. Y cuanto más perfecta, más vibrante, más bella es esa imagen, más dolorosa se vuelve la distancia entre el entonces y el ahora. La fotografía, así entendida, no es un consuelo sino una herida elegante.

Kazan es, pues, un libro que demanda un espectador dispuesto a incomodarse, a desmontar su mirada habitual, a aceptar que la belleza no siempre es amable y que el recuerdo puede ser una prisión. Su potencia reside en ese vaivén entre lo estético y lo filosófico, entre la imagen y el pensamiento que suscita. No hay en él una narrativa cerrada ni un mensaje unívoco, sino una invitación constante a mirar de nuevo, a pensar de nuevo, a sentir de nuevo.
En un mundo saturado de imágenes que nos piden consumir y olvidar rápidamente, Kazan nos obliga a hacer lo contrario: detenernos, contemplar, recordar que mirar también es una forma de pensar. Que la belleza, por muy fugaz o atrapada que parezca, siempre deja preguntas abiertas. Que crecer, en última instancia, es aprender a mirar sin desear poseer. Y que, quizás, la verdadera juventud reside no en los rostros, sino en la capacidad de asombro que aún conservamos.
Para más información: @mayumi_hosokura
Mayumi Hosokura: «Admirando la belleza». Por Mónica Cascanueces.