El artista irrumpió con una intensidad casi física, que configuran una de las retrospectivas más abrumadoras y necesarias del arte figurativo contemporáneo.
El hiperrealismo imperfecto de István Sándorfi. Lejos de cualquier concesión comercial o estilística, la muestra se articula como una inmersión en las profundidades de una mente obsesiva, un recorrido por el abismo introspectivo de un artista que vivió su pintura con una entrega casi mística, rayana en lo patológico.

Sandorfi fue, sin lugar a dudas, un maestro del realismo extremo, pero no de aquel que se limita a copiar la superficie de las cosas, sino de un realismo que deforma, amplifica y subvierte, generando una tensión permanente entre lo hipnótico y lo incómodo.

El hiperrealismo imperfecto de István Sándorfi. Un viraje estilístico hacia lo íntimo y lo etéreo sin abandonar la tensión subyacente.
Su virtuosismo técnico es incuestionable, pero lo verdaderamente relevante es cómo ese dominio absoluto del óleo se pone al servicio de una poética de la inquietud: cuerpos que flotan en habitaciones sin tiempo, carnes frías, miradas vacías, atmósferas cargadas de una densidad casi espectral. La sensación es la protagonista absoluta, como si cada cuadro fuera una página arrancada del diario íntimo del artista y fijada en el lienzo con sangre, miedo y silencio.

El recorrido comienza con su célebre «época azul», posiblemente la más radical y perturbadora. En estas obras, la figura humana se convierte en el vehículo para expresar una suerte de angustia existencial: autorretratos al borde de la esquizofrenia, figuras desmembradas por la luz, pieles translúcidas que parecen erosionadas por la propia mirada del espectador.

Aquí la pintura es una prolongación del propio cuerpo del artista, una necesidad visceral de desollarse a través del arte. Esta etapa, que abarca buena parte de los años setenta y ochenta, resulta tan innovadora como brutalmente honesta. Es imposible no establecer un vínculo con el pathos de Bacon o la penetración psicológica de Schiele, aunque en Sandorfi todo está filtrado por una soledad silenciosa, casi monástica.

La «época rosa», que ocupa una buena parte de la exposición, marca un cambio sensible en su paleta y en su aproximación a la figura humana. Las composiciones se tornan más pausadas, los cuerpos —a menudo sus hijas, Ange y Eve— adquieren una suavidad táctil, envueltos en sábanas, capturados en momentos de calma cotidiana.

La reproducción de su espacio creativo como testimonio final de una obra total y sincera.
Pero no hay complacencia ni dulzura complaciente en estas obras: el dolor y la tensión siguen presentes, sólo que ahora están camuflados en los pliegues del tejido, en la mirada esquiva, en la irrealidad de una escena que parece suspendida en un eterno instante previo al desmoronamiento. Es en esta etapa donde Sandorfi comienza a reconciliarse —al menos pictóricamente— con el mundo exterior, sin dejar nunca de mirar hacia adentro.

Un gesto simbólico y profundamente emotivo: el artista, aún en su despedida, se aferró a la necesidad de seguir creando, de seguir explorando ese espacio donde la mente y el cuerpo se funden en imagen. La intransigencia que lo definió —tanto en su vida como en su obra, como una huella imborrable de alguien que jamás aceptó compromisos con lo superficial, con lo externo, con lo fácil.


Explorando la intensidad psicológica y la crudeza emocional de la etapa azul de Sandorfi.
Sandorfi fue esencialmente autodidacta, lo que explica en parte su libertad formal y su rebeldía frente a las corrientes artísticas dominantes. Pintaba como quien respira, como quien no tiene otra opción. Su obra, profundamente autorreferencial, funciona como un espejo roto en el que el espectador se refleja inevitablemente, confrontado con sus propias sombras, sus temores más íntimos, su fragilidad.

Un viaje emocional que obliga a detenerse, a mirar con atención, a asumir que hay algo en el arte —cuando es verdadero— que no se explica, sino que se siente con una intensidad que roza lo insoportable. Sandorfi no pide permiso: irrumpe, desgarra, y se queda.