La Realidad de Peter Kingsley nos va introduciendo lentamente en una fascinante tradición mística que proviene de las más profundas raíces de nuestra cultura occidental
La «Realidad» de Peter Kingsley. Cuenta la historia de Parménides, Empédocles y de todos aquellos guías espirituales que, como experimentados inductores de estados de consciencia especiales, prácticas sanadoras e interpretación de sueños, fueron sentando las bases de nuestra cultura. Pero el presente libro de Kingsley también documenta el dramático proceso de distorsión, encubrimiento y olvido que ha sufrido toda esta antigua sabiduría de la civilización griega.
Y lo que es más inusual, nos presenta este complejo y sutil corpus de enseñanzas originales en toda su inmediatez y potencia, revelándonos de forma vibrante y a la vez natural los ancestrales modos de despertar filosófico a lo que la realidad verdaderamente es.
Resumiendo, Parménides era un sacerdote de Apolo, o sea, un sanador, un ‘ouliadês’, un guardián de la caverna (allí donde la quietud y la incubación nos comunican con lo que está más allá del tiempo y del espacio mediante la visión y el lenguaje de los sueños), un profeta (‘iatromantis’, el que ve más allá de la apariencia, sea en el pasado, en el presente o en el futuro), y un pitagórico (esa secta que se hartó de inventar cosas, incluyendo la artillería que llegó hasta la Edad Media, y que sobre todo inventó las leyes, es decir, nada de fanáticos alumbrados). Lo más alejado que quepa imaginar de la filosofía teórica y de la abstracción racional, no digamos del silogismo.
El lector puede sentir la tentación de pensar en el misticismo o en el orientalismo actual, pero esa apreciación también procedería de nuestra analítica y de nuestra manera de ver las cosas en el presente. Por otro lado, no debe olvidar que todavía consideramos a Parménides nuestro padre, y los padres son los que son, y no los que inventamos.
Mucho antes del nacimiento de Parménides (siglo VI a. C.) surgió en Anatolia un culto mistérico dedicado a Apolo: era el culto de Apolo Oulios, o Apolo el Destructor. Sus practicantes, los ouliadês, eran considerados, como Asclepio Sanador, hijos de Apolo. Parece ser que Parménides, nacido en Velia, en el sur de Italia, donde muchos de los ouliadês llegaron desde la Focea anatolia, podría haber sido uno de ellos. Quizá fue también un iatromantis, un sanador-profeta. Entre las prácticas de los iatromantis había una en particular —muy parecida a la que Plutarco describe al hablar de los cultos de Osiris— cuyo fin era emprender el “viaje al mundo de los muertos, para morir antes de morir”.
La técnica consistía en “aislarse en un lugar oscuro, tumbarse en completa quietud y permanecer inmóvil durante horas o días. Primero se apaciguaba el cuerpo y luego la mente. Y esta quietud es lo que daba acceso a otro mundo, a un mundo de total paradoja, a un estado de consciencia absolutamente distinto. Otras veces se decía que era «como un sueño pero sin serlo, como un tercer tipo de consciencia bastante diferente de estar despierto o dormido». El proceso se vinculaba “a todo un lenguaje técnico, además de a toda una geografía mística”. Griegos y romanos dieron a esa práctica el nombre de “incubación”.
La tarea que emprende en «Realidad» consiste, nada menos, en demostrar que a lo largo de veintitantos siglos Occidente ha vivido sometido al engaño de las preconcepciones platónicas, pues lo que Parménides dijo —afirmación de Kingsley— no tiene nada que ver con lo que dijo en realidad.
Buena parte del edificio de la filosofía occidental se sustenta sobre la idea de que Parménides fue el primer lógico. Los fragmentos de su poema —sobre los que Heidegger dio un curso magistral, que recomiendo en la traducción de Akal— sirvieron en adelante para articular un sistema de pensamiento que tendría como uno de sus principales propósitos separar del cuerpo de la verdad el parásito de lo falso o, cuando menos, de lo ilusorio.
Platón y Aristóteles fueron deudores de la vía de la verdad de Parménides, y no menos conocidas que el elogio de Sócrates son estas palabras que Hegel le dedicó en Lecciones de filosofía: “Con Parménides empezó el verdadero filosofar; en ello hay que ver una ascensión al reino de lo ideal. Un hombre se libera de todas las ideas y opiniones, les niega toda verdad y dice: «Sólo la necesidad, el ser, es lo verdadero». Sin duda se trata de un comienzo todavía turbio e indefinido; pero precisamente en esta explicación descansa el desarrollo de la filosofía misma, que aquí todavía está por producirse”.
Imaginemos ahora que todo eso en lo que creyó Platón, en lo que creyeron Sócrates y Aristóteles, aquello en lo que creyó Hegel, se sostuviera en un error, o, en el mejor de los casos, en un malentendido. Imaginemos todo ese enorme edificio de la filosofía sostenido sobre los hombros de Parménides de pronto vacilando y, de un momento al siguiente, viniéndose abajo.
A veces uno tiene la sensación de que Kingsley incurre en el mismo error que él achaca a los anteriores intérpretes del poema de Parménides: no ver lo que uno no está dispuesto a ver
No es tarea sencilla sentarse a reseñar el libro que Peter Kingsley, profesor honorario en la universidad Simon Fraser, de Canadá, y de la universidad de Nuevo México, se ha sacado de la manga (y digo bien, porque en esta obra actúa como un mago y a lo largo de sus más de seiscientas páginas pone en liza más de un truco).
La tarea que emprende en Realidad consiste, nada menos, en demostrar que a lo largo de veintitantos siglos Occidente ha vivido sometido al engaño de las preconcepciones platónicas, pues lo que Parménides dijo —afirmación de Kingsley— no tiene nada que ver con lo que dijo en realidad. Kingsley aborda su labor de desandamiaje de la realidad de un modo realmente persuasivo, y bastan un puñado de páginas para convencernos de que efectivamente Parménides se coló en una tumba y allí recibió la visita de una diosa.
Los problemas comienzan, sin embargo, cuando se dan por ciertas algunas afirmaciones sobre las que todavía pesa la duda —donde Kingsley ve a un ouliadês hijo de Apolo, otros ven todavía a un ouliadês en su acepción de “natural de Elea”—, o cuando el autor emplea sus extensos conocimientos del griego antiguo para darle a algunas palabras el significado que, en su opinión, pudieron tener antes de que ese significado se perdiese o cambiara, muchas veces de manera irreconocible, en los cientos de años que separaron a Parménides y Platón. A veces uno tiene la sensación de que Kingsley incurre en el mismo error que él achaca a los anteriores intérpretes del poema de Parménides: “no ver lo que uno no está dispuesto a ver”. Pero entonces hace otro pase de manos y se te olvida enseguida. O por lo menos hasta el siguiente tropiezo.
«La argumentación general de Kingsley resulta tan subyugante que uno acaba por recordar menos las piedras que los agujeros. El libro es capaz de poner patas arriba nuestros conceptos heredados sobre la realidad»
Es cierto, no obstante, que si uno entra en el juego que propone Kingsley y da por ciertas sus afirmaciones la realidad, tal y como la conocemos, no hace más que tambalearse ante nuestros ojos. Si Parménides fue el primer racionalista (y en cierto modo el primer metafísico), si le disputa a Aristóteles el título de padre de la lógica, si, en definitiva, aquello que ha moldeado nuestro pensamiento proviene de él y resulta que todo eso es un engaño, ¿podemos extrañarnos de que hasta las propias páginas del libro parezcan de pronto desdibujarse en el aire, y abrir un agujero por el que podríamos colar la mano y sacar dios sabe qué?
En este libro, esos agujeros están por todas partes. También, lo diré una vez más, esas molestas piedrecitas que dificultan el camino antes de tocar el agujero. No estoy tan seguro, por ejemplo, de que algunos pasajes que Kingsley describe como humorísticos en el poema de Parménides lo sean realmente, ni siquiera en el contexto de la Grecia presocrática. Es justamente en esos pequeños raptos de juicio subjetivo donde el libro, a mi modo de ver, pierde la fuerza con la que atrapa al lector (si esto no nos suena a cierto, ¿qué puede haber de falso en todo lo demás?).
Pero aun así, la argumentación general de Kingsley resulta tan subyugante que uno acaba por recordar menos las piedras que los agujeros. Arrugamos menos veces el ceño de lo que celebramos la pericia con la que el libro es capaz de poner patas arriba nuestros conceptos heredados sobre la realidad (que, como afirmaba Nabokov, es una palabra que sólo significa algo si aparece entre comillas).
Es posible, y creo que cada vez es más probable, que nuestra manera de comprender el mundo parta de un malentendido ocurrido muchos siglos atrás, seguramente con el primer gruñido, y, de la misma forma en que Occidente en general ha podido estar equivocado respecto a las enseñanzas de Parménides, Kingsley en particular también podría estarlo en relación a su manera de entenderlo. Pero una cosa me ha quedado clara: si es cierto que Kingsley se ha apoyado en una premisa equivocada y lo que cuenta no es verdad, merece serlo.
Una grieta en la realidad. Por Lorenzo Luengo