Cincuenta años después del alunizaje del Apolo 11 siguen escuchándose voces que acusan a Estados Unidos de haber creado un relato triunfalista sobre unos hechos que nunca sucedieron.
La llegada a la Luna, en tela de juicio. Alumnos y profesores de la Facultad de Comunicación han aprovechado este aniversario y la polémica en torno a él para reflexionar sobre la fina línea que a veces separa lo verdadero de lo verosímil.
Stephen king se molestó mucho cuando vio en el cine la adaptación de su novela El resplandor. Tanto, que decidió demandar al director de la película por incumplir el contrato que ambos habían firmado para garantizar el rigor del film. Según aseguró, Stanley Kubrick había modificado algunos detalles de la historia y había alterado sustancialmente la atmósfera del relato.
El juez que instruyó el caso pensó inicialmente que se trataba de un asunto menor que podría resolverse con una sanción económica. Pero descubrió que los cambios que Kubrick había introducido en el largometraje podían deberse a un delito grave: nada menos que la simulación del alunizaje que había asombrado al mundo en 1969.
De acuerdo con esta hipótesis, Stanley Kubrick habría grabado en un plató del Área 51 la supuesta llegada del hombre a la Luna por encargo de la NASA y del Gobierno de los Estados Unidos, presidido entonces por Lyndon B. Johnson.
El montaje se perpetró en el más estricto de los secretos, pero el afán de notoriedad de Kubrick acabó empujándolo a dejar constancia de su protagonismo en la conspiración con algunos detalles aparentemente inofensivos de El resplandor.
La investigación completó su recorrido y el juez decidió procesar a las cuatro personas que acaban de sentarse en el banquillo en el Aula Magna de la Universidad de Navarra, en un juicio para la historia. La vista oral se celebró el 2 de abril de 2019, pero bien podría haber tenido lugar en 1980…
LA HABITACIÓN 237
Con solemnidad, el presidente de la sala, el magistrado Byron White, se dirige a los miembros del jurado para explicarles de forma sucinta los hechos. Impertérritos, sentados en el banquillo, el director de cine Stanley Kubrick; el responsable de Operaciones de la NASA, Thomas Paine; el secretario de Estado Dean Rusk, que trabajó para el gobierno de Lyndon B. Johnson; y el expresidente Richard Nixon escuchan las imputaciones.
El fiscal les acusa de haber conspirado para simular el alunizaje y blanquear de ese modo la imagen de Estados Unidos, deteriorada por la guerra de Vietnam y por la superioridad de la Unión Soviética en la carrera espacial. En concreto, les atribuye los delitos de malversación de fondos públicos, falsedad en documento oficial y estafa, castigados con penas de hasta diez años de prisión.
El juicio se inicia con la declaración del denunciante, el novelista Stephen King, muy enfadado con Kubrick por utilizar la adaptación cinematográfica de su obra El resplandor (1980) para dar indicios del falso alunizaje. Según el relato de King, al que el fiscal da credibilidad, el ego de Kubrick le llevó a dejar en la película pistas de su participación en el montaje.
—¿Cree que el señor Kubrick pudo cambiar el número de la habitación que aparece en la novela, del 217 al 237, aludiendo a las 237 000 millas que separan la Tierra de la Luna? Hay más detalles de este estilo: el niño, Danny Torrance, juega con muñecos de astronautas y lleva jerséis del Apolo 11; las marcas de la comida de las latas son las mismas que patrocinaron el alunizaje… —plantea retóricamente el fiscal.
—Creo que debería responder él a estas preguntas —recula el denunciante, Stephen King. Yo sí que encuentro curioso que el protagonista, Jack Torrance, enloquezca en la película, según dice, por «un contrato que no puede revelar». Señor fiscal, yo no niego el talento de Kubrick como director ni le acuso de haber falseado la llegada del hombre a la Luna. Ahora bien, no tuvo ningún escrúpulo a la hora de engañarme a mí .
El fiscal no se anda con rodeos:
—Señor Kubrick, ¿preparó usted una producción televisiva falsa para el alunizaje del 20 de julio de 1969?
—No, pero da igual lo que diga; si lo hubiera hecho, no podría decirlo —espeta el director de cine.
—¿Habría sido usted capaz de grabarlo? —replica el fiscal.
—Por supuesto que sí —sentencia el cineasta, bravucón y vanidoso.
La llegada a la Luna, en tela de juicio. ¿SE PUEDE ENGAÑAR POR PATRIOTISMO?
En toda gran teoría de la conspiración ocupa un lugar privilegiado el patriotismo, sentimiento en cuyo nombre se pueden llegar a perpetrar las mayores tropelías. Ya aseveró el intelectual inglés Samuel Johnson (1709-1784) que «el patriotismo es el último refugio de los canallas», una cita por cierto pronunciada por Kirk Douglas en Senderos de gloria (1957), el alegato antibelicista de Stanley Kubrick. Thomas Paine, responsable de Operaciones de la NASA, y Kubrick, unidos por el patriotismo.
—¿Se considera un patriota, señor Paine? —pregunta el fiscal.
—Por supuesto.
—¿Sería usted capaz de engañar a una nación entera por el bien de su país?
—He dedicado mi vida a servir a esta bella nación y jamás se me ocurriría manchar su gloria de esta manera.
El presidente Kennedy había dicho durante su toma de posesión en 1960 que un estadounidense pisaría la Luna en menos de una década. A falta de un año para que venciera el plazo, se cumplió el pronóstico.
—¿Hay alguna manera de demostrar que el hombre llegó a la Luna? —le pregunta a Paine la abogada del Estado.
—Por supuesto. Cuando el Apolo 11 concluyó su misión con éxito, dejó allí un panel de unos sesenta centímetros de ancho cubierto por cien espejos que apuntan a la Tierra. Se diseñó para que, gracias a un láser lanzado desde nuestro planeta, fuéramos capaces de calcular la distancia exacta a la Luna. Además,
Estados Unidos llevó a cabo seis misiones más con tripulación humana que se posaron en la Luna.
El fiscal intenta, después, que Dean Rusk, ex secretario de Estado con los presidentes Kennedy y Johnson, confiese su papel en la conspiración. Según Rusk, durante los años en que estuvo al servicio de ambos mandatarios, la Administración trabajó «incansablemente para llegar antes que los soviéticos a la Luna».
—¿Puede ser que usted participara en una maquinación para simular el alunizaje? —plantea el fiscal.
—¡Lo que está sugiriendo es una ofensa! El pueblo americano vio cómo Neil Armstrong ponía los pies sobre la Luna.
Tras esta negación, el fiscal trata de embarrar su declaración. El ex secretario de Estado esgrime el patriotismo y el anticomunismo como argumentos, e incluso acusa a Nixon, presidente desde comienzos de 1969, de haber comprado su silencio con la entrega de la Medalla Presidencial de la Libertad.
—Si Johnson le hubiese pedido que ocultase un secreto sobre su gestión como presidente, ¿lo habría hecho? —retoma el fiscal.
—No. El derecho de los ciudadanos estadounidenses a estar informados va por delante.
—¿Le ordenó Johnson que organizase la simulación para cumplir la promesa de Kennedy?
—Ya le he dicho antes que no. Tan solo me pidió que hiciese todo lo que estuviese en mi mano para llegar a la Luna antes que los soviéticos.
—¿Todo lo que estuviese en su mano?
—Sí, pero nunca engañamos a nadie. Habría sido imposible guardar semejante secreto durante tanto tiempo.
NIXON TACHA AL FISCAL DE «COMUNISTA»
El interrogatorio de los cuatro acusados concluye con Nixon. El expresidente, que dimitió en 1974 por el caso Watergate, se dirige así al fiscal, un viejo conocido suyo:
—Señor James Neal, con el debido respeto, usted ya tuvo su momento de gloria gracias al caso Watergate. Ahora se están juzgando unos hechos diferentes. Así que, rápidamente, le diré lo que le interesa. O tal vez no: el hombre llegó a la Luna durante mi mandato, sí.
Nixon, que se muestra huraño y arisco, defiende sin ambages tanto su honradez como la de Johnson. Cuenta al tribunal que los seis meses anteriores al alunizaje resultaron frenéticos. «Los comunistas nos estaban pisando los talones. Hubo que hacer un grandísimo esfuerzo en poco tiempo, que no está suficientemente considerado», se lamenta.
Preguntado por el supuesto fraude, Nixon se revuelve en su asiento, y, ante el silencio del tribunal, exclama: «El único montaje es este juicio. Pensé que usted, señor Neal, era demócrata y que el Watergate había sido una venganza política. Pero ahora veo el poco respeto que tiene por el difunto Johnson y nuestra hazaña, y me doy cuenta de que, en realidad, es un comunista».
Tras los acusados, llega el turno de los testigos. El primero de ellos es el héroe americano Neil Armstrong. A preguntas de la abogada del Estado, asegura que hay pruebas de la llegada a la Luna: «Aquel día, Buzz Aldrin y yo dejamos en la superficie lunar un reflector, el LR-3, que permite medir la distancia exacta entre la Tierra y la Luna. Eso es real, eso se ha hecho. Es más: nosotros volvimos de la Luna con más de veinte kilos de rocas lunares».
La firmeza del testigo no convence al fiscal, que siembra dudas sobre el estado físico de los astronautas al regresar de la misión. En la comparecencia de prensa Armstrong se encontraba «ausente y disperso», lo que generó una lluvia de sospechas.
—¿Qué recuerda de todo aquello? ¿Niega la posibilidad de que lo hubieran drogado?
—Categóricamente. El aturdimiento que mostré se debió única y exclusivamente a la conmoción y a la enorme carga emocional que tuve que soportar. Mucha preparación y muchos sacrificios. Para mí, haber regresado a salvo era algo muy difícil de procesar.
—¿Recuerda haber recibido alguna inyección durante la instrucción?
—Nuestros cuerpos eran estudiados al milímetro, analizados constantemente. Sí, es posible.
—¿Cabe la posibilidad de que estas inyecciones le provocaran alucinaciones, tales como el despegue del Saturno V, el viaje a la Luna y el alunizaje?
—¡Eso es absurdo! Hay imágenes del despegue, del viaje y de Buzz y de mí sobre la superficie lunar.
¿PUEDE UNA BANDERA ONDEAR EN LA LUNA?
A pesar de la contundencia de las respuestas de Armstrong, el fiscal insiste en aportar supuestos indicios que avalan la teoría de la conspiración: la bandera ondeó como si hubiera viento en la Luna, algo imposible. Además, la ausencia de atmósfera debería dejar ver una enorme cantidad de estrellas y, sin embargo, en las imágenes y los vídeos no hay ninguna. También sorprende que las huellas de las pisadas en el suelo lunar fueran tan pronunciadas cuando la gravedad es allí menor; y, finalmente, no queda claro por qué el módulo lunar, mucho más pesado, no dejó en cambio rastro alguno en la superficie.
De igual forma, el representante del Ministerio Público muestra su sospecha por la famosa frase que pronunció Armstrong al pisar la Luna.
—¿Podría repetirla?
—Esto es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad.
—No. Repita lo que dijo.
—En realidad se me olvidó el artículo. Dije «Esto es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para humanidad». Estaba nervioso.
—¿Nervioso? Parece una frase sencilla. No pasaría nada si estuviera preparada. Sería comprensible.
—¡Protesto! —tercia la abogada del Estado.
—Denegada —zanja el presidente del tribunal.
—Lo cierto es que sí que la habían pensado —responde Armstrong.
—¿Quiénes? —se interesa el fiscal.
—Yo mismo.
—¿Dice que «la habían pensado» para referirse a usted mismo?
—Bueno, me habían dado alguna idea en la NASA, pero yo decidí la versión final.
—¿Cómo en un guion?
—Sí, pero sin actores.
Se esperaba con interés la presencia en el juicio de Jack Nicholson. Comparece ataviado con gafas de sol, que acomoda en el bolsillo superior de su chaqueta antes de la promesa de decir la verdad.
Atónitos, el tribunal y el público asisten a una batería de preguntas insustanciales a cuenta de la abogada del Estado sobre el director y sobre la actriz protagonista. «¿Cómo fue su relación con Kubrick durante el rodaje?». «¿La calificaría como amistosa?». «¿Trabajaba con la señorita Shelley Duvall por primera vez?». «¿Manifestó algún tipo de comportamiento inusual?».
El fiscal, sin embargo, no se anda por las ramas:
—¿En alguna de las reuniones discutió con el señor Kubrick sobre un hipotético montaje en torno a la llegada del hombre a la Luna?
—¿Cómo dice? —responde Nicholson, sorprendido y enojado a partes iguales.
—¿No es cierto que durante el rodaje descubrió que Kubrick había formado parte en 1969 de una conspiración para hacer creer que el hombre había estado en la Luna y que usted se encaró con él?
—Letrado, debería dedicarse al cine. Tendría más futuro que como fiscal.
—Señor Nicholson, limítese a contestar las preguntas—tercia con tono severo el juez.
—¡No! Nunca hablé con el señor Kubrick sobre esa hipotética conspiración —atestigua el actor.
El declarante señala a continuación que Kubrick nunca le explicó por qué cambió el número de la habitación 237 ni por qué el niño protagonista llevaba un jersey con la imagen del Apolo 11.
—¿No le parecen demasiadas coincidencias? —insiste el fiscal.
—Tonterías —dice con sarcasmo Nicholson—. ¿También cree que Elvis sigue vivo?
—¡Quiero la verdad!
—La realidad es que vivimos en un mundo que tiene sueños y esos sueños son fabricados por artistas, delante de una cámara. Usted no puede soportar la verdad porque, en zonas de su interior de las que no habla con sus amiguetes, me necesita en ese sueño.
El testimonio más favorable para la acusación, es decir, para sustentar la existencia de una conspiración planetaria, lo proporciona Shelley Duvall, la coprotagonista de El resplandor. Atemorizada, asegura que ella descubrió «la verdad» durante el rodaje, porque escuchó una conversación «a gritos» entre Kubrick y Nicholson. Según Duvall, el director compró el silencio de Nicholson y, cuando se enteró de que ella también sabía su secreto, trató de utilizar «la misma estrategia». Pero como el intento de soborno no fructificó, el director la amenazó con destruir su carrera.
«Me asusté y me sometí a sus órdenes», admite Duval. Pero no le sirve de mucho, puesto que la abogada del Estado y la neuropsicóloga Brenda Milner toman la palabra y pretenden desacreditarla insinuando que padecía y padece problemas de salud mental. «Kubrick y el Gobierno quieren que ustedes crean que estoy loca, pero yo sé toda la verdad», concluye la actriz, notablemente nerviosa.
En la vista también comparece como testigo Ed Di Giulio, fabricante de equipos de sonido que ayudó a Stanley Kubrick a rodar en 1975 Barry Lyndon. Para su filmación, Di Giulio empleó un juego de tres lentes diseñadas específicamente para la NASA, gracias a las que logró grabar las escenas interiores y nocturnas con luz natural. Estos dispositivos ópticos se idearon para fotografiar el lado oscuro de la Luna.
Según explica el testigo, ahí reside la relación entre Barry Lyndon y el proyecto Apolo: tanto en la película como en esa parte de la Luna se dispone de muy poca luz y esas lentes permiten «una entrada extraordinaria de luz».
Para el fiscal Neal, ese sofisticado material fue una de las contraprestaciones que recibió Kubrick de la NASA a cambio de su participación en el montaje.
¿SE PUEDE GUARDAR UN SECRETO PLANETARIO?
Es el turno de Katherine Graham. Si hay alguien que atesora experiencia en la investigación de conspiraciones urdidas desde el ala oeste de la Casa Blanca es ella, la editora y presidenta de The Washington Post. Su diario destapó el escándalo del Watergate, que le costó la presidencia a Nixon.
Con respecto al supuesto montaje, afirma que «es absolutamente imposible guardar un secreto de Estado de esas características». Graham apunta que, de forma directa o indirecta, en las misiones Apolo participaron 400 000 personas. «¿Usted cree que se podría mantener un secreto con esas cifras?», pregunta la periodista al fiscal.
Cuando una teoría de la conspiración es rebatida en un juicio incluso por quienes podrían verse beneficiados, definitivamente descarrila y la vista puede convertirse en un desfile de preguntas sin respuesta. Ni siquiera Margarita Konenkova, una espía rusa de aquellos años, da credibilidad a la gran mentira: «¿Cree que hubiera colaborado en un engaño para mermar la imagen de mi patria? ¡Por supuesto que no! Los americanos nos ganaron en eso», reconoce.
Algo parecido sucede con Janet Staiger, investigadora de cine que realza la influencia del celuloide en la opinión pública; con Karen Douglas, psicóloga experta en teorías de la conspiración; y con Dee O’Hara, enfermera aeroespacial. Sus palabras no arrojan indicio alguno sobre el supuesto montaje enjuiciado.
Llega el momento de la conclusión. Tanto el fiscal como la abogada del Estado mantienen en sus alegatos finales sus pretensiones. El fiscal, incapaz de aportar evidencias, reitera con un convencimiento más voluntarioso que justificado todas las conjeturas esgrimidas profusamente durante la vista. Y es esa notoria ausencia de indicios incriminatorios la que aprovecha la abogada del Estado para reforzar con actitud casi triunfal su tesis: «A lo largo de este juicio no hemos escuchado ni una sola prueba que verifique que mis clientes han urdido la conspiración más ambiciosa. No son convincentes las teorías de personas que viven de buscar dobles sentidos en el cine, que acaban de dejar un psiquiátrico o que han venido hoy aquí fruto del despecho porque han sido despedidas».
EL ALUNIZAJE, UN HECHO «CIENTÍFICAMENTE IRREBATIBLE»
Ojalá en todos los juicios se pudiera contar como epílogo con la presencia de un especialista que pusiera fin a la controversia. Antes de que el presidente del tribunal anuncie, a las 20:51 horas, que el proceso queda visto para sentencia, da paso, como experto, a la intervención del director del Planetario de Pamplona, Javier Armentia, astrofísico.
Armentia, prestigioso divulgador científico, indica que un 15 por ciento de la población española cree que la llegada a la Luna en 1969 fue «un montaje». Sin embargo, despeja cualquier duda: es un hecho «científicamente irrebatible», puesto que se trajo «material no terráqueo» consistente en varios kilos de minerales que aún se conservan.
Entonces llega el turno del jurado popular. Los «doce hombres sin piedad» que el cineasta Sidney Lumet retrató magistralmente en 1957 deberán dilucidar en su veredicto si la llegada a la Luna fue un hito para la humanidad o el mayor fraude de la historia.
La llegada a la Luna, en tela de juicio. Por Gonzalo Ruiz Eraso [Der 94] Fotografía NASA, Eduardo Buxens