En la generación de encapsulados, en blanco y negro, que el artista denominó “juguetes patológicos para adultos” emplea retratos y detalles de fotografías de mendigos, ancianos y presos.
Juguetes patológicos para adultos de Darío Villalba. Está presente esa idea de la piel que tanto definió su producción y a la que de manera recurrente aludía el artista para referirse a ese “hombre con dos pieles: una la de siempre, otra su invento, su industria, su propio tejer”; o a la piel como capa externa que protege y esconde “la impúdica carnalidad interior u horror ético”.
Todas las imágenes proceden de material que durante años había ido acumulando en un archivo que llamó “documentos básicos”, entre los que había numerosas fotografías tomadas por él en distintas ciudades que había visitado, otras extraídas de publicaciones y algunas compradas en tiendas de segunda mano.
Seguiría ampliándolo y retomándolo como objeto de sus obras a lo largo de toda su carrera. En esta serie, realizada entre 1972 y 1974, aumenta el tamaño de las obras y emplea la fotografía sin apenas manipulación, dotando a los retratos de una fuerte carga existencial, enfatizando su expresión, sublimando el dolor y transformándolo en arte. En los años noventa el artista realizó algunas versiones de varias de estas esculturas en las que según su propia descripción introduciría “algún cambio de participación, pero con el mismo espíritu”.
En 1974, llegaban a la Galería Vandrés, un espacio alternativo y rompedor en la pacata España de Franco, unos objetos móviles, ambiguos y desafiantes. Encerradas en una estructura de metacrilato transparente, las fotografías, en blanco y negro y ligeramente manipuladas, de una serie de protagonistas —enfermos, presos, delincuentes y dementes, entre otros—la confusión que creaban no estaba exenta de admiración.
Esta muestra retrospectiva destaca el trascendente papel pionero de Villalba como anticipador, visionario y precursor de actitudes estéticas más recientes, así como su difícil y enriquecedora relación con las vanguardias, y muestra al tiempo su radical reflexión sobre la fotografía como medio que abre y posibilita una vuelta al espíritu de la pintura.
A principios de los ochenta el proceso artístico de Villalba se hace cada vez más complejo, utiliza imágenes de figuras humanas solitarias y desvalidas que aparecen manipuladas, repetidas, convertidas en símbolos. Son el tema de unos cuadros que, como él mismo revela, a veces soportan incluso más tensión que la propia realidad.
Villalba decide adoptar la trama fotográfica a modo de pintura, como soporte apto para recoger las emociones y pulsiones que necesita transmitir, mediante brochazos de pintura, la fragmentación y modificación de encuadres o al velar o desvelar imágenes. Se trata de imágenes extraídas de archivos o revistas, o bien fotografías realizadas por él mismo, que selecciona, fragmenta y descontextualiza, y las utiliza como fuente iconográfica, lo que le permite liberarse de la ejecución manual e involucrarse más en la intención que en la acción, siempre con una enorme libertad lingüística.
A quienes nos dedicamos al arte, se nos hace extraño tener que presentar a Darío Villalba, pues lo consideramos un creador único e imprescindible dentro del arte español siglo XX.
Perteneció a una generación de artistas que, un tanto ajenos al informalismo y al expresionismo abstracto imperante en la década de los años sesenta, no fue especialmente bien tratada por la historiografía del arte.
Esta exposición es un regalo para todos, pero quizás aún más para aquellos que por primera vez se encontrarán cara a cara con sus emblemáticos encapsulados y percibirán la emoción y sensibilidad encerrada en cada uno de ellos.
Darío Villalba (San Sebastián, 1939 –Madrid, 2018) reconoció su respeto y admiración por el trabajo de los artistas de El Paso, pero nunca se sintió identificado con sus postulados, mostrándose más afín a movimientos como el Pop y el arte conceptual, siempre desde un lenguaje muy personal y muy novedoso –quizás demasiado y por eso poco entendido–dentro de la escena española. Fue decisiva en este aspecto su estancia en Nueva York, donde asistió a la exposición de Warhol, “Flowers”, en la mítica galería de Leo Castelli, y vivió en primera persona el nacimiento del arte pop.
Sería precisamente el pintor de Pittsburgh quien en 1964, siendo entonces una estrella emergente, calificara el trabajo de Villalba como “pop soul”, apreciación recuperada ahora para dar título a la exposición. Este “pop del alma” nace de la intención por parte del artista de utilizar la fotografía para reflejar y nombrar lo innombrable, retratando la condición humana a través de aquellas personas marginadas, solitarias y vulnerables que habitan las ciudades. Una “fauna humana” que al artista le resultaba fascinante.
El reconocimiento internacional le llegó pronto, durante su participación en la XXXV Bienal de Venecia, en 1970. Allí exhibió su primeros encapsulados, realizados entre 1968 y 1969, caracterizados por su fuerte colorido rosa fluorescente, a los que más tarde nos referiremos. Tras este primer éxito obtuvo, en 1973, el Premio Internacional de Pintura de la Bienal de Sao Paulo, siendo uno de los pocos artistas españoles que han logrado un galardón en una bienal internacional.
Un año después empezaría su relación con la madrileña galería Vandrés y a partir de los ochenta estuvo principalmente representado por Luis Adelantado, con quien participaría en varias ediciones de ARCO. Su “capacidad de integración sintética en diálogo permanente con las corrientes de vanguardia” le llevó a ser reconocido con el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1983.