El desencanto, la decadencia, la soledad de la América profunda. Dos películas de Harmony Korine y una de Werner Herzog. La depresión y el suicidio de Ian Curtis y las dos caras del punk: Sex Pistols y Dead Kennedys.
La Saciedad del Ocio «Harmony Korine e Ian Curtis» Harmony Korine previno en sus dos primeras películas, Gummo y Julien Donkey–Boy, con sus espeluznantes descripciones de los pueblos de blancos pobres en los confines interiores de los Estados Unidos, que aquello no era el territorio antropológico mostrado en un filme sino el enfrentamiento de forma directa con la vida desde el hervidero de violencia.
Una violencia que no es ni contenida ni latente, puede incluso no manifestarse abiertamente, es el tiempo continuo de la desazón, la reiteración del sinsentido en el día a día de “los perdedores”.
Aquí no hay derrota sino asunción locuaz, compartida, alegre, enriquecida por la enfermedad mental colectiva de la que participan varias generaciones.
Volvemos de nuevo a la esencia fundacional de los Estados Unidos de la que hablamos en la entrega anterior.
Es el mundo con el que se topa, un poco más al norte en la geografía, Stroszek, el personaje de la película de Werner Herzog, el famoso cineasta alemán de quien Korine parecía ser al principio de su carrera un epígono más, cosa falsa. Herzog aparece dándole el espaldarazo a Korine de forma obvia actuando como el padre de Julien, tanto en Julien Donkey–Boy como luego en la hermosa Mister Lonely, película que le recomiendo a todo aquel que me dice que odia o ama al actor y empresario fílmico mexicano Diego Luna.
Stroszek rescata a la prostituta en Alemania y se evade de los padrotes, y decide emigrar con ella y su vecino amigo, el anciano de al lado, hacia los Estados Unidos, con la imagen no sólo de la “Great America” que salvó a Europa de los nazis en mente, sino aquella ilusión que prometía el paraíso contemplado desde las películas gringas.
Harmony Korine y Ian Curtis. La Saciedad del Ocio. Los personajes de Korine no tienen en la mente una imagen de su país, ni externa ni interna, porque viven ese extravío en frenesí, una extensión de Norteamérica encarnada en el individuo, mientras que el lumpen músico Stroszek vive su relación con el presente representado en un hombre del pasado que aplaza su búsqueda del futuro, es decir el individuo historizado perteneciente a una comunidad que desaparece.
En Korine no hay historia de Norteamérica en la comunidad, hay inmersión acrítica en esta última, dada de una vez, encarnada en ella; en Stroszek hay una realidad catastrófica en el fin de la historicidad del europeo que emigra a América y el personaje ante la derrota se dirige al final hacia la carretera para salir de los Estados Unidos hacia la frontera con Canadá, escapando de una pesadilla de los Estados Unidos, la que los personajes de Korine no identifican como tal porque no han siquiera dormido por generaciones, es el sueño vivido eternamente en vigilia.
Ian Curtis, el cantante de Joy Division, se suicida en su cocina después de ver Stroszek en la televisión una madrugada de mayo de 1980 en Manchester.
La Saciedad del Ocio «Harmony Korine e Ian Curtis». Había hablado por teléfono con Genesis P. Orridge unas horas antes y éste no pudo localizar a nadie para que fuera a la casa de Ian, pues lo escuchó mal e intuyó que se haría daño.
Curtis y su banda estaban a punto de emprender el mismo viaje que Stroszek y conocer de cerca el mundo del “fin de la historia” que unos años antes había acabado con la bufonada de The Sex Pistols en los Estados Unidos.
Johnny Rotten narra cómo la banda se perdió totalmente cuando tocaron en esos pueblos de vaqueros desposeídos, nada que ver con el romanticismo con el que ellos trataban al prolet–punk como futura salvaguarda revolucionaria a través de un situacionismo pastiche que por la música salvaría a la sociedad pre–Thatcher.
Camille Paglia lo aclaró: ese punk sólo servía como modelo para una minoría de izquierdistas post–setenteros passé que ya sólo existían en Londres, porque el punk americano jamás abrazó ese pathos.
Lo que dice Paglia se aplica a Greil Marcus, que ensalza ese situacionismo en los Pistols a través de su exitosísimo libro Rastros de carmín, y tiene razón porque, por ejemplo, un grupo abiertamente político estadounidense como los Dead Kennedys, en San Francisco, apuntaban sus dardos a la política local en el norte de California y en lugar de revuelcos teórico–filosóficos sobre el fin del espectáculo atizaban ya con el performance clown de Jello Biafra el enfrentamiento con los grupos de ultraderecha que secreta o abiertamente definen el modelo típico de organización social en la “América profunda” que hoy emerge sin tapujos, por mencionar un caso, en Charlottesville.
Mark Fisher, el bloguero y luego nuevo gran gurú de la izquierda inglesa, que también se suicidó hace tres años, le hace una crítica similar a Marcus cuando lo acusa de “rockerismo” y propone abandonar esa tendencia de ubicar la importancia del músico rocker como héroe “contracultural”. Decide abordar a Joy Division en ensayos reunidos en su libro Ghosts of my Life, en el que dice que la banda de Ian Curtis supondría la ruptura real con la tradición del rock y lo acercaría más a las experiencias pro–catastrófico–tecnológicas expresas en los más recientes movimientos de música electrónica inglesa, como el jungle y el dubstep.
Lo cierto es que la muerte del líder de Joy Division por alguna razón representa también el último punto de contacto “comunitario” del rocker y su terruño, un motivo por el cual a Curtis se le agrava su depresión en el momento en que se cumple la promesa de internacionalizarse, y como sugiere el mismo Fisher, y así también las recientes biografías tanto fílmicas como publicadas en libro sobre el cantante, la vida familiar y el contexto le suponen un dolor profundo a Ian, que al sentir que los abandonaba pudo haberse visto llevado a verse como un Stroszek, aunque hubo una posibilidad de salida, y esa resultó ser Iggy Pop, de quien escuchó el disco The Idiot luego de ver la película y antes de colgarse.
Si hay un músico que se adaptaría con precisión a la imagen de Norteamérica en las películas de Korine es precisamente Iggy, pero su hiperconciencia (y su fama y sus millones logrados rápidamente) le impedirá descender tanto a los niveles de los personajes de esos filmes como al autodesprecio de Curtis, pero de esto ya hablaremos la próxima semana, cuando vuelva a aparecer en nuestro texto David Yow, de los Jesus Lizard, con Al Jourgensen, de Ministry, cuando eran adolescentes; los diferentes caminos críticos del “white trash” norteamericano del extraordinario filme de Les Blank que no le gustó a Leon Russell, y conectando con eso el cine de Gus Van Sant y las aproximaciones a la sociedad pre–Trump de los documentales cuasi–ficcionados de Roberto Minervini. Saciados hayan quedado por esta semana
La Saciedad del Ocio «Harmony Korine e Ian Curtis». Fuente: Ángel Sánchez Borges