Existe una fuerte propensión a olvidar los fracasos y concentrarse en los aciertos. Parece que apenas hubiera perdedores.
Ganar los 100 metros lisos en una final olímpica es mucho más complicado no solo de lo que cualquier adolescente imagina, sino de lo que suponen los propios atletas que lo consiguen. Jesse Owens, el velocista que, además de los 100 metros, ganó los 200, el salto de longitud y los relevos 4 x 100 en los Juegos de Berlín de 1936, resumió su hazaña con esta trivialidad: “Todos tenemos sueños, pero para hacerlos realidad se necesita una gran cantidad de determinación, dedicación, disciplina y esfuerzo”.
Si uno le da la vuelta a la frase, concluye que basta con tener determinación, dedicación y disciplina para triunfar, pero entonces, ¿qué pasa con Ralph Metcalfe, el compatriota al que se impuso por una décima de segundo? ¿No se esforzó lo suficiente?
Una voluntad firme es esencial para cualquier empresa, pero sobrestimamos su papel. Una décima de segundo de diferencia puede deberse a cientos de factores que escapan a nuestro control: las zapatillas, una mala noche, un instante de duda… Esa minucia tiene, sin embargo, consecuencias devastadoras en el ulterior reparto del botín. Owens es un dios y ¿quién se acuerda de Metcalfe? La Wikipedia española ni siquiera le dedica una entrada.
Los sueños son un poderoso motor de cambio y tiene sentido que suavicen las aristas de los desafíos, pero a menudo los minimizan y crean la ilusión de que cualquiera puede conquistar las cimas más inaccesibles únicamente con proponérselo. La prensa, el cine, la literatura alimentan esta convicción ocupándose casi en exclusiva de los triunfadores. “Existe una fuerte propensión a olvidar los fracasos y concentrarse en los aciertos”, dice el matemático John Allen Paulos en El hombre anumérico. Parece que apenas hubiera perdedores.
Pero los hay. Somos de hecho la inmensa mayoría y es inevitable que, de vez en cuando, nos dejemos arrastrar por el desaliento y pensemos: “Si tan solo lograra tal cosa…” Pero, ¿saben qué? La tal cosa tampoco suele ser para tanto. El australiano Nick Vujicic nació sin piernas ni brazos y de niño, antes de dormirse, rogaba a Dios que por favor le hiciera crecer las extremidades. “Sería dichoso el resto de mis días”, imaginaba. Hoy es un próspero orador y sigue sin tener piernas ni brazos, pero ha aprendido que la idea de “si tan solo lograra tal cosa…” es “una neura”, “una alucinación colectiva en la que ya no caigo”.
Buscamos compulsivamente fuentes de gratificación externas, pero “la felicidad reside en nuestra mente”, escribe Rafael Santandreu, y cuenta el apólogo del ratón que vivía aterrado y recurrió a un mago para que lo hiciera gato. Tuvo entonces miedo de los perros y quiso que lo convirtiera en tigre. Pero como tampoco vivía tranquilo, pidió que lo transformara en cazador. “Ya está bien”, le dijo harto el mago. “Nada de lo que yo haga va a ayudarte mientras no aprendas a ser feliz como un ratón”.
Por Miguel Ors Villarejo ( el justo miedo ) // Photo: Tuane Eggers