Si el zar nos enviara en busca de la camisa del hombre feliz, como en el cuento de Tolstoi, ¿adónde dirigiríamos nuestra mirada?
Me encanta Sapore di mare. La compuso Gino Paoli en 1963, dicen (él lo ha negado) que para su entonces jovencísima amante, Stefania Sandrelli. Describe cómo ella sale del agua y se deja caer a su lado en la arena, donde se besan. La canción fue un bombazo y siempre he considerado a Paoli un ejemplo de éxito indiscutible: tenía un talento inmenso, el amor de una mujer preciosa, fama, dinero… Sin embargo, ese mismo año intentó suicidarse pegándose un tiro en el corazón.
Nos han educado en la convicción de que la felicidad es la placentera sensación que acompaña nuestros logros. Cuando triunfamos en el trabajo o seducimos a alguien que nos atrae, el hipotálamo inunda de endorfinas nuestra corteza cerebral. Es pura fisiología, una reacción mecánica cuyo origen se encuentra en el exterior. Si las cosas nos van bien estamos contentos y, si nos van mal, somos desgraciados. Eso es todo.
La experiencia desmiente esta explicación. El mundo está lleno de sujetos como Paoli, que no se conforman con nada, y de personas que se las arreglan para disfrutar en condiciones que a nosotros nos resultarían intolerables. “En las chabolas de Bhopal”, me confesó hace años Javier Moro, “he tropezado con más sonrisas que en el paseo de la Castellana o en la Quinta Avenida”.
La felicidad no es una merced que nos cae del cielo, sino una habilidad que se entrena. Está claro que nacemos limitados por una dotación genética, igual que no todos llegaremos a levantar 475 kilos, por muchas horas de gimnasio que le echemos. Pero el estado de ánimo es maleable y lo podemos estimular o deprimir con nuestro monólogo interno. El psicólogo Paul Watzlawick lo ilustraba así: “Un hombre”, escribía, “quiere colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta un martillo. El vecino tiene uno. Así pues, nuestro hombre decide pedir al vecino que le preste el martillo. Pero le asalta una duda: ¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizás la prisa no era más que un pretexto y abriga algo contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se le habrá metido en la cabeza. Si alguien me pidiese prestada alguna herramienta, yo se la dejaría en seguida. ¿Por qué no ha de hacerlo él? ¿Cómo puede uno negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como este te amargan la existencia. Y luego aún se imagina que dependo de él porque tiene un martillo. Esto ya es el colmo… Así, nuestro hombre sale disparado al piso del vecino, toca el timbre y, antes de que este tenga tiempo de darle los buenos días, le grita airado: ‘¡Quédese usted con su martillo, imbécil!”
Esta rumiación obsesiva es una receta para la desdicha. El protagonista se da por vencido antes incluso de entablar combate. Difícilmente hallaremos a nadie peor dotado para gozar de la vida. Si el zar nos enviara en busca de la camisa del hombre feliz, como en el cuento de Tolstoi, ¿adónde dirigiríamos nuestra mirada?
A finales de los 80, la compañía Metropolitan Life encargó a Martin Seligman que evaluara a su fuerza de ventas y el psicólogo se quedó sorprendido al comprobar lo positivos que son los agentes de seguros. La razón no es ningún misterio. A diferencia del personaje de Watzlawick, no pueden rendirse a la primera de cambios. Para hacer una póliza hay que hincar muchas veces la rodilla en la lona, respirar hondo, levantarse y volver a intentarlo. Solo los atletas del optimismo sobreviven en semejante entorno.
Quizás su monólogo interior sea poco realista y tengan una imagen exagerada de sus méritos, pero no les pasará nunca lo que a Paoli, que se hundía en la desesperación mientras Stefania Sandrelli lo cubría de besos con sabor a mar.
Por Miguel Ors Villarejo (el justo miedo)
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