Como el tiempo perdido: Acaso un beso. Pedaleábamos bajo el sol ardiente, desnudos y con nuestras mochilas a cuestas. Entre rocas y cormoranes nos zambullíamos en el mediterráneo, buceando y nadando hasta caer rendidos en la arena.
Encendidos y con la piel negra nos besábamos hasta chuparnos toda la sal del mundo. Era miércoles y la cala puro silencio. Tu cuerpo de nadadora y lo salvaje de nuestras cicatrices despedazaban cualquier tipo de perfección. Éramos seres defectuosos, no adaptados, unos ácratas cautivos, pero allí estábamos, libres.
Con la vida a flor de piel y el corazón templado de tanto morder. Ya en casa me cortabas el pelo, la barba, me acicalabas como a un muñeco para combatir mi aspecto dejado. Aquellas manos tuyas con pequeños cortes y pintura lo manejaban todo, trasplantando macetas y regando la tierra bajo un cielo a punto de parir. Dibujábamos al fresco de la sombra, en el suelo, sobre un mantel de frutas. Tu tinta azul desplegaba todo tipo de veladuras creando atmósferas anónimas de árboles que se elevaban hasta el infinito.
Yo escribía cuentos, cuentos que nadie leía, pero yo era escritor, porque tú me leías. A la noche, después de un baño tibio y con la piel a salvo del sol nos encerrábamos en la cocina, poníamos la radio y convertíamos aquellos fogones en un laboratorio de sabores y aceites, de salsas y verduras. Improvisando con el jengibre, el curry, las berenjenas y la cebolla, el pescado de la lonja y la leche de tigre, las guindillas y los chorritos de limón, todo revuelto entre ardientes y pegajosos lametones.
En la mesa de operaciones ya no cabía ni un diente de ajo, sin embargo el horno era como una boca gigante esperando su tajada. Así era nuestra más sabrosa chaladura, nuestro amor caníbal, con el extractor de fondo zumbando y la música en el humo bailábamos al son del mar o quizás el mar bailaba al nuestro con una copa de vino y abundante queso, gazpacho y ceviche, lima y su poquito de cilantro. Y de postre chocolate negro, muy negro, todo un festín sin etiquetas ni maquillajes.
No éramos ni ricos ni pobres, lo único que teníamos era aquel tiempo juntos, un tiempo vivido y bebido a base de deseo y ternura, sobre todo de respeto, como un pulso con uno mismo. Creo que fueron los mejores días de una época, sobrepasando los cuarenta pero aún como si rozáramos los treinta. Y entre bromas y acertijos nos íbamos durmiendo. Mi cabeza entre tus piernas y la tele de fondo. Tú desnuda y rota, esperando nada, acaso un beso.
Acaso un beso. Como el tiempo perdido: Por Roberson