Miraba su cabello cristalizado por la escarcha. Revuelto. Mojado. Y los mechones azules que le sobresalían del casco y que bajaban por su nuca hasta enrocarse en esas gafas de espejo iridiscentes suyas. El sol difuminaba todo, creando un paisaje surreal cuando desaparecía y nos dejaba casi a oscuras. Yo aprovechaba para tomar aire antes de que ella volviera a tirar de la cuerda con más fuerza a cada hachazo de sus piolets. Aquel corredor no nos daba tregua. Hundidos en la nieve hasta las rodillas, intentando progresar en ensamble hasta la siguiente reunión. Una vez en la tienda, extenuados pero contentos por tan codiciada actividad, me decido a calentar agua para hidratarnos y al fin entrar en calor. Rápidamente, la noche inunda el circo glaciar y la tienda se convierte en un punto amarillo flotando en la inmensidad. Cenamos y charlamos afanosamente de todo. De nuestras vidas, de Alpes, de los ochomiles y de la escalada. Del futuro y los amigos. Del amor, y del amor a la montaña que nos aleja del primero. Unos cuantos fracasos sentimentales salpican nuestros currículums por pasar más tiempo en las alturas que en casa. Y es que nunca escalé con semejante animala. Como yo le digo cariñosamente cuando airosa sale de algún fregado a base de brazos y sangre fría. Es una tía ruda, fuerte. Con anchas espaldas y robustas caderas enfundadas en unas mallas fluorescentes de guerrera. Su vitalidad y tesón superan las fuerzas de cualquier hombre. Y su corazón también. Es justo y noble, a pesar de que a veces se vuelve escandalosamente loco. Sobre todo cuando celebra una victoria. Te abraza y jalea saltando encima tuyo como una niña feliz. Es esa compañera irrompible a pesar de las inclemencias de la vida.
El ambiente está caldeado y es agradable permanecer aquí a pesar de estar a 15 grados bajo cero. Pero es hora de dormir y de apagar frontales. Mañana nos espera una buena pared y es fundamental recuperar fuerzas. Pol, ¿quieres un caramelo? Claro, le respondo. Me muero por algo dulce. Me tira un par y los cojo al vuelo. Acto seguido se desnuda y se recuesta sobre el saco dándome la espalda. No lo puedo creer. Yo ni me atrevo a sacar la nariz del plumas y esta tía hace un desnudo integral a más de 4000 metros de altitud. Sí que es una tipa dura. Alucino y profundamente respiro desde mi penumbra. No puedo evitar mirarla, envuelta en esa la luz tenue que se agita con el viento de afuera. Arde como una antorcha en cueros. Con heridas en la espalda y horquillas en su pelo. Silenciosamente y sin apartar la vista me tumbo a su lado, y me deleito viendo como la curva que dibuja su cuerpo es exactamente igual a la arista de mis sueños. Larga y afilada. De indescriptible belleza. En la que no puedes dar un mal paso ni dudar. El compromiso es máximo y su delicadeza aún más. Has de ser paciente y firme si quieres avanzar por ella hasta el final. Una arista a la que pocos pueden llegar y por la que pocos regresan trayendo consigo la quimera, el oro. Estiro mis dedos para tocarla, y al hacerlo puedo sentir el frío eléctrico del hielo y el calor más profundo del fuego. Es como un eclipse de carne. Un deseo vertical. De repente, atrapa mi mano y apretándola fuertemente se la lleva al pecho. El mundo se detiene y calla. Gestos así me devuelven la fe en el hombre.
Texto e ilustración: Roberson
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