En ‘Lo bello y lo siniestro’ (1981), Eugenio Trías establecía que “lo siniestro constituye la condición y límite de lo bello”, y que es también aquello que, guardando cierta porción de familiaridad (como un cuerpo humano) nos ha sido mostrado vulnerando el principio fundamental de que no debe ofrecerse a la visión. Hay en esta formulación, como lo hay en los obras de Kraijer, una más que probable alusión a otro mito griego, el de la Gorgona, mujer monstruosa a la que el héroe debía cercenar el cuello sin cruzar con ella su mirada, ya que podría fulminarle de inmediato.
En la antigua Mesopotamia los templos se disponían mediante un esquema estructural denominado eje acodado, es decir, no en torno a un eje longitudinal limpio de obstáculos como el de un templo cristiano, sino en ángulo recto, de modo que pudiera venerarse a la deidad evitando el contacto visual con ella. Y es precisamente la mirada lo que se nos sustrae en cada uno de los rostros de Kraijer, y es esa ausencia la que nos coloca en una posición privilegiada, porque observamos el trance de la deidad, y es como si hubiéramos franqueado ese eje acodado, con el consentimiento de la diosa o de su médium.
Observamos algo que intuimos que pertenece al ámbito de lo íntimo, y por fuerza, también al ámbito de lo prohibido. Si es posible concebir antropológicamente lo sagrado como una categoría espiritual no necesariamente relacionada con ningún dogma religioso en particular, habrá que convenir en que lo bello y lo espantoso, lo sublime y lo siniestro, así como todo aquello que se desea y que se renuncia a ver a un mismo tiempo, no son sino las diferentes facetas de un mismo poliedro alojado en las capas más profundas del inconsciente colectivo. Qué duda cabe de que este complejo campo de motivos y de significados puede ser de gran interés para un artista. Tanto más para una artista como Kraijer cuya actividad creativa tiende a evolucionar en círculos concéntricos y cuya estética opera sobre la reducción. Lejos del sufrimiento, lejos del castigo, y muy lejos de toda verbalización las irreales muchachas de Kraijer consienten en manifestar y ofrecer la rara violencia de su dolor o de su gozo, sea esa voz interior de la naturaleza que sea. Es preciso dejar intacto el último enigma, so pena de que la visión se desvanezca o de que nos fulmine al abrir los ojos.
A living snake wrapped around a face, a dozen of ladybugs, a scorpio and an howl using that same face as a structure. That is the set up of a fantastic photography series by Juul Kraijer called ‘Penumbrae’. The titles evokes darkness and shadows. It’s what we are getting visually and internally. The artist is inspired to manipulate reality, in the end, she gets to manipulate us, the viewer, in a disconcerting way.
The models are just the vehicle for ideas, they are not to be considered like portraits, nor are the animals. Clearly the main subject is twosome: the fusion between the animal and the face and the dark background. The intriguing face/animal amalgamation stands out from the shade, as if it had been sitting in the dark for an eternity. It will appear for a brief moment and then will go back into the gloom exactly the way we saw it at first, for all times.
Imperturbable tranquillity is the general tone. Despite a unsettling scenario that could create an anxious atmosphere, the calm sported by the faces leaves a mark of grace, the same expression that is usually found in Renaissance portraiture. Juul Kraijer is fascinated by surrealist photography, hence the execution of her series. Surrealism is about getting rid of the mind and the reason to only let the imagination dive and drive into the interpretation of the picture. Ideas and dogmas cannot be suggested, personal understanding cannot be captured.
The artist has created provocative poses. By elevating the animals on top of the faces she questions the hierarchies between humans and animals, models and accessories. The fact that the roles are reversed creates intensity, almost a tension. Comparably to the symbol of eternity described above, the use of the mirrors creates oddity and redundancy, which extends the feeling coming out from the photographs. The viewer is tempted to look away but there’s an indescribable attraction, a desire to see more.