El lenguaje es un producto histórico, por tanto, es como una segunda piel de la que no podemos prescindir y que condiciona nuestra forma de entender el mundo afirma Ludwig Wittgenstein
Ludwig Wittgenstein: el lenguaje como una segunda piel. El sostenía que el mundo es lógico, pero que hay realidades que no pueden ser expresadas por el entendimiento. Nuestra era de la información es una época en la que todos parecen ser expertos y tener una opinión firme sobre todo lo que sucede. Paradójicamente, la era de la información permite la difusión pública de opiniones desinformadas.
Sin embargo, cuando el filósofo Ludwig Wittgenstein nos invita a callar respecto «de lo que no se puede hablar», no se refiere a las opiniones que no se apoyan en el conocimiento de los expertos, sugiere que hay cosas, como la muerte o la nada, que no pueden articularse con sentido, que no se pueden conocer.
Callar es apreciarlas más profundamente en una experiencia anterior y posterior al lenguaje. Al fin y al cabo, el propio silencio habla, y lo hace de un modo distinto al lenguaje. ¿Podemos tomarnos un momento para dejar que el silencio hable en medio del ruido ensordecedor de la Era de la Información?
La obra de Ludwig Wittgenstein es el producto de un pensamiento riguroso y de una imaginación brillante, y sólo puede ser comprendida en todo su alcance analizando la relación entre su filosofía y su vida.
Wittgenstein nació en 1889, hijo de una de las más acaudaladas y cultas familias de Viena, de origen judío pero convertidos al catolicismo, y cuyos miembros eran triunfadores o suicidas. En esta compleja matriz familiar podemos rastrear el origen de su intensa y siempre presente preocupación por problemas éticos, espirituales y culturales.
Su padre era el magnate de la industria siderúrgica austriaca, un hombre culto y sociable que congregaba en su casa palacio a genios como Freud, Brahms, Klimt, Mahler o Rilke. Ludwig tenía siete hermanos, que fueron educados por profesores privados, y su madre tocaba el piano con virtuosismo.
A los 19 años decidió estudiar ingeniería aeronáutica en Manchester, pero allí se dio cuenta de que quería trasladarse a Cambridge, donde daba clases Bertrand Russell. La lectura de sus Principios de la matemática le fascinó y le empujó a volcarse en la lógica.
El transcurso del tiempo ha ido acrecentando la leyenda de Ludwig Wittgenstein, un pensador heterodoxo que resulta de imposible clasificación porque hay en su filosofía un análisis lógico del lenguaje que se combina con una cierta mística que se expresa en sus diarios.
Su primera y más famosa obra, el Tractatus lógico-philosophicus, data de 1921. Tenía entonces 32 años. Había luchado como soldado durante la I Guerra Mundial y había renunciado a su fortuna familiar. Wittgenstein observaba en la distancia un mundo que se había desmoronado y un sistema de valores basado en la hipocresía.
Esta es la razón por la que, a partir del estudio de Russell, Frege y Moore, decidió aplicar la lógica al análisis del lenguaje. Siguiendo el esquema de la Ética de Spinoza, el Tractatus está redactado mediante una serie de enunciados, de proposiciones y observaciones que articulan un sistema. Se ha dicho que esta obra es como una sinfonía.
Wittgenstein afirma que el mundo se enmarca en la totalidad de los hechos, en todo lo que acontece. Y esos hechos no son necesarios; la realidad es como es, pero podría ser de otra manera. Esa aleatoriedad de lo real no significa que el mundo carezca de lógica. Todo lo contrario: el mundo se puede expresar mediante proposiciones elementales.
La lógica sirve para depurar el lenguaje y para revelarnos la estructura interna de lo real. Y ello porque hay una homología, una conexión profunda entre el pensamiento, el mundo y la lógica. Wittgenstein coincide con Kant en que el entendimiento forma parte del sujeto, es una “forma a priori”, pero la diferencia estriba en que no hay frontera entre quien piensa y lo pensado. Ambos están inmersos en la naturaleza del mundo que expresan.
La obra de Wittgenstein es considerada una de las más prolíficas y significativas en el mundo de la filosofía, principalmente en el campo de la lingüística y la comunicación.
Más allá de lo que observan nuestros sentidos y las conexiones proposicionales de lo real, las palabras no pueden “decir” sino “mostrar” las realidades que escapan fuera de la lógica como la existencia de Dios o la dimensión ética de la existencia. De aquí viene su célebre afirmación de que “sobre lo que no se puede hablar, hay que callar”.
A mediados de los años 20, Wittgenstein abandonó Cambridge y se refugió en una pequeña aldea austriaca para enseñar a los niños. Para ser coherente con su fe cristiana, decidió renunciar a todas las vanidades humanas con la idea de una redención personal. Volvió a Cambridge a finales de 1926, presionado por Keynes y sus amigos, que le consiguieron una beca. Fueron años muy productivos en los cuales el filósofo vienés fue pergeñando sus Investigaciones filosóficas, publicadas en 1953, dos años después de su muerte.
El pensamiento de las Investigaciones supone una clara ruptura con las tesis del Tractatus. Wittgenstein rectifica su afirmación de que el mundo puede ser comprendido por proposiciones lógicas y apunta que el lenguaje es un conjunto de reglas convencionales, una construcción social.
Ya no hay conexión entre el lenguaje y la realidad, como sostenía Platón en el Crátilo, sino que la comprensión de lo real está condicionada por el significado que damos a las palabras y sus connotaciones. Sí, el pensamiento es el lenguaje, pero éste no obedece a una estructura lógica sino a una serie de códigos sociales y experiencias colectivas. Aunque no lo dice de esta forma, el lenguaje es un producto histórico. Por tanto, es como una segunda piel de la que no podemos prescindir y que condiciona nuestra forma de entender el mundo, lo que supone caer en un relativismo epistemológico cercano a Hume.
Wittgenstein murió en Cambridge de cáncer en 1951. Dijo pocas horas antes de fallecer que había vivido “una existencia maravillosa”, pero lo cierto es que pasó etapas de un intenso sufrimiento como cuando decidió volver a renunciar a la vida social y refugiarse en una cabaña noruega.
En sus diversos diarios, refleja una dimensión mística y religiosa que choca con la imagen que daba de sí mismo. Creía en el imperativo categórico kantiano y luchaba por la redención personal a través de la austeridad y una soledad elegida como la de Kierkegaard. Quizás ésta sea la óptica adecuada para comprender su gigantesco desafío intelectual.
Escrito por Pedro García Cuartango