George Bataille escribió el ensayo Madame Edwarda lleno de erotismo en 1937, y nos lo presenta como una parábola de la muerte.
‘Madame Edwarda’ de George Bataille. El autor hace continuas referencias al miedo, al terror, a la angustia que le causa la vida, y a la excitación sexual insatisfecha que siente ante cualquier cosa. Por último nos enfrenta al concepto de la desnudez.
Madame Edwarda nos presenta al autor ante la muerte y ante DIOS (así con mayúsculas).
En el pequeñísimo relato de apenas unas cuartillas, tenemos al personaje bebiendo a solas en un oscuro y maloliente bar para escapar de la vida y sus felicidades. Cuando sale, comienza a ver la miseria y sufre una erección tan fuerte que se quita los pantalones y se masturba en un callejón oscuro de París.
Pronto, se pone los pantalones y entra a un conocido burdel, donde los hombres beben con mujeres desnudas. Entre ellas destaca Madame Edwarda, quien desnuda, se pasea orgullosa entre los clientes.
Ella se le acerca y comienza a hacerle arrumacos; luego le pide que le bese entre las piernas, a lo que él accede a pesar de estar en público. La dueña del local les ordena subir a terminar la faena en privado, lo que ellos obedientemente hacen.
Una voz demasiado humana me sacó de mi perplejidad. La voz de Madame Edwarda, como su cuerpo grácil, era obscena:
—¿Quieres ver mis entresijos? —me dijo.
Con las manos agarradas a la mesa, me volví hacia ella. Sentada frente a mí, mantenía una pierna levantada y abierta; para mostrar mejor la ranura estiraba la piel con sus manos.
Los “entresijos” de Edwarda me miraban, velludos y rosados, llenos de vida como un pulpo repugnante.
Dije con voz entrecortada:
Temblaba; yo la miraba inmóvil; ella me sonreía tan dulcemente que me hacía estremecer. Al fin, me arrodillé; titubeando, puse mis labios sobre la llaga viva.
—¿Por qué haces eso?
—Ya ves —dijo-, soy DIOS …
—Estoy loco …
—No es verdad; debes mirar: ¡Mira!
Su voz rasposa se suavizó y se hizo casi infantil para decirme lánguidamente, con la sonrisa infinita del abandono: “¡Cuánto he gozado!”.
Había guardado su postura provocante.
Ordenó:
—¡Besa!
—Pero … —dije—, ¿delante de todos? …
—¡Claro! Su muslo desnudo acariciaba mi oreja: me parecía escuchar un ruido de olas como el que se escucha en los caracoles marinos.
En la insensatez del burdel y en medio de la confusión que reinaba a mi alrededor (me parecía que me asfixiaba, estaba congestionado y sudaba), yo permanecía extrañamente en suspenso, como si Edwarda y yo nos hubiéramos perdido en una noche de vendaval frente al mar.
Deciden salir a pasear por la ciudad, por lo que ella le pide a él que se vista, mientras ella se pone las medias, un antifaz y una capa que más que tapar su desnudez, la enmarca. Así comienza un frenético juego de huida, arrumacos y escape, donde Edwarda parece inaccesible, siempre corriendo, siempre huyendo y mostrándole el trasero para atraerlo a ella. Entran en una iglesia y se tocan, pero ella huye.
Entonces es cuando él se da cuenta que ella es DIOS. Si aquí acabara el relato, puedo entender que todo ha sido una parábola de la búsqueda del autor por ese ente superior en el que no cree, pero de aquí todo se vuelve más absurdo.
Ella cae desfallecida de tanto correr. El se da cuenta que es ligera y puede cargarla, así que la lleva en brazos hasta el sitio de taxis, donde ella le pide que la suba al taxi, pero que aún no arranquen.
Ambos suben e invitan al chofer a acompañarlos. El chofer toma a Madame Edwarda y se entregan ante los ojos de él.
Hizo parar el coche, golpeando la ventanilla, y bajó. Se acercó al chofer hasta tocarlo y le dijo:
—Mira … estoy en cueros … ven.
El chofer inmóvil miró a la bestia: ella, alejándose un poco, levantó la pierna mostrándole la vulva. Sin decir una sola palabra y sin prisa, el hombre bajó de su asiento. Era fuerte y tosco. Edwarda lo abrazó, lo besó en la boca al tiempo que le hurgaba en la bragueta. Le hizo caer el pantalón diciéndole:
—Ven adentro del coche.
El chofer se sentó junto a mí. Ella lo siguió, y, montándose sobre él, deslizó con su mano al chofer dentro de ella. Yo permanecía inerte, mirando; ella se movía con una lentitud solapada de la que, visiblemente, obtenía un placer agudísimo. El otro respondía y se entregaba brutalmente con todo su cuerpo. Nacido de la intimidad puesta al desnudo de estos dos seres, el abrazo llegaba poco a poco al punto de exceso en que el corazón desfallece. El chofer yacía jadeante. Encendí la lamparilla interior. Edwarda, erguida a horcadas sobre el obrero, con la cabeza echada hacia atrás, hacia ondear su cabellera. Sosteniéndola por la nuca, puede ver sus ojos en blanco. Se apoyaba sobre la mano que la retenía y la tensión aumentaba su jadeo. Sus ojos se compusieron, y durante un momento pareció apaciguarse. Me vio; en ese momento supe que su mirada volvía del imposible y vi en su fondo una fijeza vertiginosa. La crecida que la inundaba en sus raíces brotó en las lágrimas que manaban de sus ojos. El amor estaba muerto en esos ojos; emanaba de ellos un frío de aurora, una transparencia en la que yo leía la muerte. Y todo estaba contenido dentro de esta mirada de sueño: los cuerpos desnudos, los dedos de la baba en los labios, no había nada que no contribuyera a este deslizamiento ciego hacia la muerte.
Se supone que es una progresión hacia la muerte o el desamor, pero la verdad es que me perdí. No le entiendo, no le entiendo y sepa madres.
Detalles del libro:
- Editorial ? : ? Tusquets Editores S.A.; primera edición (1 enero 1981)
- Idioma ? : ? Español
- Tapa blanda ? : ? 132 páginas
- ISBN-10 ? : ? 8472233243
- ISBN-13 ? : ? 978-8472233249
- Peso del producto ? : ? 174 g
- Dimensiones ? : ? 14 x 0.9 x 21 cm
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Por Eros