Una visión fragmentada y cohesionada de lo contemporáneo
La obra de Joram Roukes emerge como un espejo roto que, lejos de dispersar la imagen, la recompone en una narrativa más honesta que la realidad misma. Sus óleos —algunos de ellos de gran formato, alcanzando los 200×300 cm— funcionan como escenarios donde conviven figuras híbridas, paisajes urbanos convulsos y una iconografía que parece absorber la ansiedad de la vida metropolitana. Según el propio artista, “la gente parece tener un fuerte conflicto con su identidad”, una afirmación que se convierte en brújula conceptual para descifrar su universo pictórico.
Roukes trabaja desde la fragmentación, pero no desde el caos gratuito. Su técnica combina múltiples estilos y procedimientos, logrando que cada lienzo adopte la apariencia de un collage cuidadosamente orquestado. La yuxtaposición —esa herramienta que en manos menos hábiles podría resultar estridente— se convierte aquí en un lenguaje propio, un modo de narrar la complejidad moral y emocional del sujeto contemporáneo. Los colores brillantes, las rupturas visuales y las capas superpuestas no buscan únicamente impactar: buscan interpelar, obligar al espectador a detenerse y reconstruir el sentido.

En sus composiciones, lo urbano no es un simple telón de fondo, sino un organismo vivo que condiciona, moldea y distorsiona a quienes lo habitan. Roukes captura esa tensión entre libertad y alienación, entre deseo y desconcierto, entre la necesidad de pertenecer y el impulso de escapar. Sus personajes —mitad humanos, mitad animales, mitad iconos pop— encarnan la multiplicidad identitaria de un mundo que exige máscaras constantes. No son retratos, como él mismo afirma; son entidades simbólicas que permiten asociaciones más amplias, más incómodas, más reveladoras.
Entre el graffiti y la tradición: un lenguaje híbrido
Uno de los rasgos más fascinantes de Roukes es su capacidad para fusionar técnicas tradicionales con influencias urbanas, pop y culturales, creando un estilo que desafía las categorías convencionales. Su formación clásica se percibe en la precisión anatómica, en la composición equilibrada, en la solidez del trazo. Pero esa base académica se ve constantemente interrumpida —y enriquecida— por elementos provenientes del graffiti, la cultura callejera y la iconografía mediática.

Esta mezcla no es un gesto superficial ni una estrategia estética oportunista. Es una declaración de principios: el arte contemporáneo no puede ignorar la saturación visual que define nuestra época. En los lienzos de Roukes, lo alto y lo bajo conviven sin jerarquías, cuestionando la pureza del canon y celebrando la contaminación cultural como motor creativo. La fantasía se entrelaza con la crudeza urbana, la belleza con el caos, la decadencia con un extraño sentido de vitalidad.
El resultado es un lenguaje visual que se mueve entre la ironía y la melancolía, entre la crítica y la fascinación. Roukes no moraliza; observa. No denuncia; expone. Sus obras funcionan como radiografías emocionales de un Occidente que se debate entre la hiperproductividad y el vacío existencial, entre la sobreexposición y la pérdida de sentido. Cada figura animalizada, cada gesto suspendido, cada fragmento de iconografía pop actúa como un recordatorio de nuestra propia condición híbrida.

Belleza, caos y decadencia: una narrativa del absurdo humano.
Los retratos de Roukes hablan de nosotros, incluso cuando no queremos reconocernos en ellos. Su narrativa visual confronta al espectador con el absurdo indomable de la cultura contemporánea: la obsesión por la imagen, la fragmentación del yo, la tensión entre autenticidad y artificio. En sus obras, la belleza nunca es complaciente; el caos nunca es gratuito; la decadencia nunca es un final, sino un estado permanente de transformación.
La fuerza de su trabajo reside en esa capacidad para convertir la saturación visual en un discurso coherente, para transformar la confusión en una forma de lucidez. Sus composiciones, aunque densas, dejan espacio para la respiración: un equilibrio logrado mediante el uso inteligente del espacio negativo, que permite que cada elemento —por más estridente que sea— encuentre su lugar dentro del conjunto.
Roukes no ofrece respuestas. Ofrece espejos. Y en ellos vemos la ciudad, la cultura pop, la fantasía, el ruido mediático, pero también nuestras propias contradicciones. Su obra es un recordatorio de que la identidad contemporánea no es un bloque sólido, sino un mosaico en constante reconfiguración. Fragmentada, sí. Pero también cohesionada por la necesidad humana de encontrar sentido en medio del caos.
Para más información: joramroukes
Joram Roukes: el caos también piensa. Por Mónica Cascanueces.

