El enigmático pintor belga René Magritte, autor del cuadro El hijo del hombre —la figura de traje y bombín con las facciones ocultas por una manzana, reacio a concedernos la visión de la cara—, opinaba que el arte debería interesarse por el conflicto «entre lo visible que está oculto y lo visible que está presente». Es posible que la artista iraní Afarin Sajedi esté de acuerdo con la premisa.
Nacida en 1979 en Shiraz, ciudad que llegó a ser capital de la antigua Persia y es llamada patria de la poesía, el vino, las rosas y las luciérnagas, Sajedi busca penetrar en la apariencia para encontrar lo que hay de fantaseo en lo real y viceversa —lo que sucede cuando lo tangible penetra las capas del ensueño. Sus cuadros, casi siempre retratos de muchachas aturdidas, descansan en los pliegues siempre fértiles del surrealismo.
Penetrar y golpear la mirada las figuras femeninas formulan «un discurso silencioso de sugerencias y emociones». Pese a que las heroínas están en apariencia «sumergidas en un profundo mar de la tranquilidad», las mujeres de Sajedi quieren «escrutar el alma humana» en una encuesta sobre el enigma, lo suspendido, lo sin definir, lo situado en los límites entre la realidad y el sueño.
Con accesorios que recuerdan a elementos de novelas ciencia ficción —extraños espejuelos, ropas indefinidas…—, el vocabulario de la pintora es, sobre todo, simbólico y surreal. La presencia repetida de pescados, por ejemplo, es una alegoría de la vida emocional y los párpados cerrados señalan el aislamiento y las privaciones de quien prefiere vivir su propia soledad y opta por la «visión interior». Magritte sostenía que era inútil buscar sentido a su obra hermética: «Mi pintura es de imágenes visibles que no ocultan nada, que evocan misterio, pero el misterio no significa nada, es imposible conocerlo».