Me asomo a la ventana y compruebo que la mañana es gris y sórdida, casi inabordable. Como para ponerme en contacto con un exterior que me niego a visitar, me abalanzo sobre los papeles del día con cierto reparo. Reconozco que es en este tipo de jornadas cuando me empapo de la verdadera realidad gramatical que nos acecha. Puedo escuchar a Jack Torrance tras los maderos de la puerta, amenazando con destruir la normativa hispanohablante a golpe de disparate lingüístico. Ah, queridos, qué tiempos aquellos cuando el castellano florecía sobre los páramos de asceta de Castilla, con el Cid y Alfonso X cabalgando por él a lomos de un caballo libre y altivo. Ahora me abrazo al Diccionario panhispánico de dudas, como la sombra errante de Caín que siempre quise ser, esperando a que la RAE me saque de este mundo repleto de vicios opuestos a la enseñanza moral que los académicos transmiten. Vicio. Vicio por todas partes. La docta casa no se decide a limpiar, fijar o dar esplendor mientras yo solo consigo imaginarme a Dante recogiendo cada uno de los pecados en su Divina comedia, recreándose con las pobres almas que moran por el Purgatorio cargando pesadas piedras. Es entonces cuando, empapado de Dolce Stil Nuovo, cojo la pluma y, como si de un poeta del extrarradio se tratara, me dispongo a enumerar el vicio que, a estas alturas de la mañana, ya no me abandona. No busquen reproche en lo expuesto, es solo una crónica de los siete pecados gramaticales que nunca me atreví a enumerar… pero siempre hay una mañana dantesca para todo.
Avaricia posesiva
Sí, amigo, no se puede empezar por otro. Se trata, probablemente, del pecado más extendido. Si la avaricia no es más que el afán desordenado de poseer, qué hay más avaro que la enraizada costumbre castellanoparlante de pretender robarle al pronombre personal «mí» lo que, por sus propios medios, no ha sido capaz de adquirir el posesivo «mi». Esta lucha infinita entre lo posesivo y lo personal por ver quién posee la desposeída tilde, convierte al castellano en un idioma de posesos que solo satisfacen su avaricia cuando han derrotado al contrario. Por esta contienda, en ocasiones, se pasea también la nota musical «mi» y el pronombre personal «ti». Ya han sido varios los testigos que han confesado haber visto como estos dos intrusos se adueñaban de la tilde de marras, lo que recrudece aún más esta dolorosa batalla que, por mucho que a ti y a mí (creo que era así) no nos guste, parece no tener fin.
Gula adverbial
Otro clásico entre los pecados gramaticales de nuestra lengua. Una vez más, son los posesivos los encargados de facer el entuerto. Si al hispanohablante le proporcionas un determinante de este tipo, lo agarra con ambas manos exprimiéndolo como si de una simple preposición se tratara. Si la gula es un deseo desordenado de placer, podemos admirarla cuando el emisor nos transmite que alguien está «detrás mío» o «delante tuyo», colmando así al posesivo de todos los anhelos adverbiales que persigue. Ay, queridos, con lo fácil que sería dar paso a nuestras queridas preposiciones, tan simples pero tan elegantes, y olvidarnos del adverbio… pero nada. Mira detrás de ti, esto es el purgatorio y aquí, como todo el mundo sabe, se viene por haber dejado a un lado lo simple para centrarte en lo atractivo.
Ira imperativa
El pecado estrella ha llegado a nuestros párrafos. El famoso imperativo acabado en «r» tenía que colarse en nuestro particular purgatorio dejando la misma quemadura que ha dejado, durante años, en mi estado emocional. Es el hombre latino, en general, un personaje vehemente, de fuerte carácter y reacción virulenta. Quizás sea esta la causa por la que no son capaces de emitir una orden sin caer en el desatino. Es frecuente encontrarnos con perlas como: «¡vosotros, correr!» o «llegar pronto, ¿eh?». Es un mal tan expandido que incluso los políticos te animan a ser malo sin importarles el infierno que les espera al otro lado del imperativo. A los que piensen que este artículo está plagado de los juicios y las órdenes criticados en renglones precedentes, solo me queda decirles que todos estamos en manos de Dante y que cargaremos nuestras propias piedras tarde o temprano.
Pereza morfosintáctica
Es el latino, en general, una persona perezosa. Ya desde nuestros ancestros, que tardaron casi mil años en patearse medio mundo para expandir el latín por los, hasta entonces, pueblos libres de aquí, allá y acullá, hasta las personas de hoy, que intentamos recortar la evolución latina que recogimos hasta convertirla en un amasijo que sonrojaría al mismísimo Julio César. Pero sí, tú también, Bruto. Tú también abrevias cada participio, dejándonos *helaos con tus actuaciones. Tú también pronuncias *andé cuando todos anduvimos detrás de ti (¿o era detrás tuya?). Cuando hago por ver los numerosos programas de «hispanohablantes por el mundo», a menudo escucho la misma cantinela: «cuando te vas al extranjero, te das cuenta de lo difícil que es nuestro castellano». Yo me enorgullezco, hinchando el pecho como un general de la Legión VII. «Hay que ver qué de conjugaciones verbales tenéis», suele apuntalar un amigo escandinavo que intenta chupar cámara. Entonces, me acuerdo de la pereza y de lo rápido que ese noruego olvidará parte de los pretéritos de indicativo, el subjuntivo al completo y no me hagan repetirme con los imperativos. Esto es español, amigos, idioma para conformistas..
Soberbia complementaria
Cuando alguien dijo una vez: «no hay mal que cien años dure», obviaba por completo la encarnizada lucha que, en castellano, mantienen los pronombres por hacerse con el mando del complemento directo e indirecto. Si la soberbia es el afán de uno por ser más importante que los demás, yo he visto a nuestros queridos le, la y lo con los ojos inyectados en sangre, pugnando por hacerse con el premio del objeto con el que nadie contaba. Así, por ejemplo, el leísmo deja patente la soberbia del pronombre personal «le», que intenta hacerse con la acción del verbo que no recae sobre él. Lo mismo ocurre con el laísmo: el pronombre personal «la» quiere pasar de olvidado a referencia en un solo golpe sintáctico. La guerra por el acusativo y el dativo nos persigue, destruyendo las reglas latinas que heredamos del glorioso imperio. Me río yo de la soberbia imperialista de la Romania. Los dialectos de la lingua latina no conocen la piedad y, como buenos soberbios, no descansarán hasta sobrepasar a la lengua madre en importancia. Lo que no saben es que, para cuando eso ocurra, ellos también habrán muerto. Pero más vale lengua muerta que lengua humilde.
Lujuria impersonal
No puedo ser todo lo inquisitorial que debería con este pecado. Por resumir: el verbo haber, ese apoyo que todos hemos necesitado para cualquier conjugación, se siente solo y no sabe cómo afrontarlo. Es entonces cuando alguien le recuerda que no es más que un forma impersonal y que, como tal, nunca gozará de la compañía deseada. Pero el castellano es un idioma buscón y solidario por naturaleza, así que no duda en despojar de su impersonalidad al verbo y, adoptando el papel de Celestina lingüística, encuentra sujetos en cualquier esquina. Así aparecen las expresiones como, por ejemplo, «hayan amantes». Ojo, no les culpo. ¿Quién no se ha sentido solo una mañana cualquiera de un lunes de otoño? Es el síndrome del académico: solo puedes sentirte orgulloso del arma cuando es a ti a quien ha herido.
Envidia léxica
Es el nuestro un idioma rico, plagado de acepciones y sinónimos, que ocupa hoy el segundo lugar entre las lenguas más habladas del mundo solo por detrás del inabordable chino mandarín. No obstante, el castellanoparlante es envidioso por naturaleza y, por ende, necesita captar entre las lenguas circundantes todo tipo de banales y ridículos términos. Por ejemplo, ¿quién puede resistirse a utilizar la forma «hacker»? ¿Para qué vamos a hacer acopio de un término tan hermoso y esproncediano como «pirata»? Que no, que te he dicho que no. Si las lenguas germánicas lo utilizan, allá que vamos las latinas a copiarnos. No importa, ya pasarán los años para que podamos jactarnos de los extranjerismos robados. Si ya lo dijo Machado: «De lo que llaman los hombres, virtud, justicia y bondad; una mitad es envidia y la otra no es caridad».
La mañana parece no querer avanzar y yo ya me he torturado bastante. Cierro los papeles y dejo que sea otro el encargado de dictar sentencia. Por supuesto, de esto no se encargará la Academia, más preocupada por cómo debe ser la lengua que por cómo es. Me asomo por segunda vez a la ventana: ha salido el sol. Bajo a la calle y confirmo mis sospechas… ya es mediodía. Me refugio en una cafetería de la cuesta de Atocha y me lanzo a la etimología popular, lejos de las televisiones, las columnas y los sábados por la noche, comprobando que hay más sabiduría gramatical en una conversación de taberna que en cuarenta ediciones juntas del diccionario de la RAE. Quizás, después de todo, la lengua sea del pueblo y no de los tipos que censuran su utilidad en artículos como este, me digo. Apuro la cerveza de un trago y me marcho, todavía pensativo. No soy capaz de calcular lo mucho que me costará purgar cada uno de mis pecados. Vuelve a nublarse. En fin, no hay comedia más divina que la que nosotros escribimos cada día.
Publicado por Carlos Mayoral