No conozco a nadie que tenga buena opinión de los cotillas y los experimentos psicológicos confirman que nos sentimos mal tras criticar a alguien a sus espaldas. Pero lo cierto es que todos chismorreamos, y mucho.
El patio en el que jugábamos de niños estaba encajonado entre tres edificios y, desde su ventana, Guadalupe espiaba incansable nuestras evoluciones. A veces, en el fragor del juego, se te escapaba una palabrota. Instintivamente levantabas la vista y, si detectabas su silueta tras el visillo, sabías que esa noche tendrías problemas. Como un pequeño Fouché, Guadalupe mantenía puntual y desinteresadamente informados a los padres del vecindario. “Menudo vocabulario gasta vuestro Miguelito”, les decía. O bien deslizaba mientras esperaba turno en la frutería: “Dios bendito, en qué estado llegó la otra noche el niño de Lurdes. ¡No acertaba ni a meter la llave en la cerradura!”
Todos en el patio odiábamos a Guadalupe. Ni siquiera a los padres terminaba de caerles bien. De hecho, no conozco a nadie que tenga buena opinión de los chivatos y los experimentos psicológicos confirman que nos sentimos mal tras criticar a alguien a sus espaldas. Pero lo cierto es que comadreamos, y mucho. “Investigaciones realizadas entre los nativos del Pacífico, los alumnos estadounidenses y los campesinos de México y Terranova revelan que la frecuencia y contenido del cotilleo es universal”, asegura Benedict Carey. “La gente le dedica entre un quinto y dos tercios de sus conversaciones diarias”.
La mayoría compartimos con al menos dos personas estos chismes, que crecen y se ramifican como una hiedra hasta alcanzar el último rincón. Los expertos creen que es una versión mejorada del rito de acicalado que los primates practican para estrechar lazos. En un momento dado, los grupos de homínidos nos volvimos demasiado grandes para permitir un contacto tan directo “y ahí es donde intervino el lenguaje”, escribe Ben Healy. “La charla insustancial con y sobre otros contribuyó a consolidar un sentido de comunidad” y estableció las bases para la cooperación que nos ha permitido acometer empresas impensables en una banda de monos.
No es esta, sin embargo, la única función del marujeo. También sirve para recordar y reforzar las reglas. El antropólogo Kevin Kniffin estudió durante varios meses las interacciones de 50 universitarios que debían efectuar trabajos en equipos de entre cuatro y ocho miembros. “El nivel de cotilleo”, cuenta, “se disparaba cuando surgía un vago, alguien que sistemáticamente incumplía sus compromisos”. Los colegas hacían chistes crueles sobre su vida sexual, pero en cuanto el problema se superaba, volvían a parlotear “sobre radio, comida, política, el tiempo, ese tipo de cosas”.
“El chismorreo negativo”, recalca Kniffin, “es infrecuente”. De alguna manera, somos conscientes de su letalidad. Durante la ocupación iraquí, la insurgencia empleó las habladurías como otro explosivo más. Atribuyó al Pentágono planes inexistentes para convertir las mezquitas en parques temáticos o le acusó de organizar una campaña de violaciones para diseminar el sida entre la población. Stephanie Kelly llevó la cuenta de estas y otras barbaridades en un boletín, El Mosquito de Bagdad. “Prestar oídos a lo que decía la calle podría haber cambiado la percepción de las tropas. Por desgracia, se consideró que era un comadreo inofensivo”.
Bush confiaba en la superioridad demoledora de su arsenal convencional, pero las balas son caras y se acaban y la maledicencia es barata e inagotable. No hay arma más afilada ni democrática. Nadie está al abrigo de su acción venenosa. El propio Fouché, tras consagrar su existencia a elaborar dosieres contra sus enemigos (y sus amigos), pasó sus últimos días atormentado por las comidillas sobre las infidelidades de su joven esposa. Y Guadalupe, que tanto se había esforzado para que se atuvieran a la estricta moral de la época los hijos ajenos, debió afrontar el escándalo de que la suya se casara de penalti. En un rapto de dignidad, lo fue contando piso por piso, para que los vecinos se enteraran por ella. “El que se adelanta a confesar el defecto propio, cierra la boca a los demás”, dice Baltasar Gracián, pero no sé. Aquel incidente dio bastante que hablar en el patio. Todos llevamos dentro una vieja del visillo y no es fácil sujetarle la lengua.
Por Miguel Ors Villarejo (el justo miedo) // Imagen: Brassai