La gente tiene tanto miedo a la soledad, que incluso se administra descargas eléctricas para no tener que ensimismarse en sus propios pensamientos.
No existe recurso más precioso que la atención. Los ingleses consideran que es igual que el dinero y por eso hablan de “pagar atención” (pay attention). Y los españoles la “prestamos” porque en ningún caso estamos dispuestos a perderla y confiamos en que nos la devuelvan. Nos encanta ser el centro de la reunión. “Una de nuestras principales motivaciones”, escribe Michael Harris en Solitud, “es causar una buena impresión en los demás”. Harris atribuye el éxito espectacular de las redes sociales a que suministran una plataforma donde intercambiar atención. Del mismo modo que los primates tienen sus rituales de acicalamiento, nosotros nos pasamos mutuamente la mano cibernética por el lomo: yo te pongo un me gusta y tú me pones un me gusta, yo te etiqueto y tú me etiquetas, yo te retuiteo y tú me retuiteas.
El gran desafío del siglo XXI es que todo conspira para arrebatarnos la atención: el correo electrónico, el móvil, la televisión… “Hasta hace poco”, reflexiona Nicholas Carr, “había momentos del día en que el trajín amainaba y el ritmo de la vida se hacía más pausado. Te encontrabas a solas contigo mismo, lejos de tus amigos y colegas”.
Ahora, la conectividad se ha vuelto permanente, espoleada por nuestro miedo a la soledad. Nos asusta tanto, que asumimos riesgos disparatados, como teclear wásaps mientras conducimos. “Las personas se aventuran a quitar una vida y a arruinar la suya porque no quieren quedarse a solas ni un segundo”, dice el monologuista Louis CK. Y Harris menciona un experimento de la Universidad de Virginia en el que los pacientes prefieren “una actividad desagradable a la ausencia de toda actividad” y se administran descargas eléctricas para no tener que ensimismarse en sus propios pensamientos.
Y, sin embargo, el aislamiento es necesario. El psiquiatra Anthony Storr analizó la vida de varios grandes creadores (Beethoven, Dostoievski, Kafka) y corroboró lo que siempre habíamos sospechado: los fogonazos de inspiración no tienen lugar en las salas de reuniones. Hay que alejarse del mundanal ruido para concebir algo estimable. “Peter Higgs, premio Nobel y uno de los patrocinadores del colisionador de hadrones, defiende […] que su trabajo innovador sería imposible hoy en día porque la paz y el sosiego de los que disfrutó en la década de los 60 han desaparecido”, cuenta Harris.
Igual usted piensa que la humanidad ya tiene inventos suficientes, pero un poco de aburrimiento no es solo bueno para la física de partículas, sino para nuestra propia felicidad. Unos investigadores de la Universidad de Columbia propusieron a un grupo de voluntarios que organizaran una cena informal. A la mitad se les dejó que acudieran con el smartphone, a la otra se les requisó y, cuando se les preguntó a todos qué tal lo habían pasado, los primeros manifestaron una “satisfacción significativamente inferior”. Los autores concluyen que hasta un uso moderado del teléfono “socava las recompensas emocionales que entraña la interacción social”.
Tenemos que aprender a administrar nuestra atención, a no dejarnos arrastrar por los reclamos constantes y a invertirla sabiamente como el recurso escaso que es, lo que significa no ya prestarla, sino regalarla a quienes de verdad la merecen.
Por Miguel Ors Villarejo (el justo miedo)
Imagen: ©Nishe (Magdalena Lutek)- Fotografía