Cuando Maya Goded Colichio platica casi siempre mira a los ojos. Tiene los labios delgados y la voz suave. Es fotógrafa porque siempre admiró el espíritu viajero de su tío abuelo Antolín. Sus ojos son del color de una hoja de olivo y cree que la brujería y la magia son una forma de sanar el alma.
Lleva, en el antebrazo, un tatuaje que la protege en todos sus viajes; se lo hizo, a mano, un budista en Bangkok.
¿Quién es Maya Goded?
Me encanta conocer al otro, gente totalmente distinta a mí. Me apasiona viajar y conocer lugares nuevos. Soy una viajera. No me agrada la vida pública, prefiero las conversaciones largas y de cerca. Lo que me cuesta mucho es la vida social, la odio. Tener que ir a cosas con mucha gente me aturde. Me fascina todo lo que tenga que ver con plantas.
¿Por qué eres fotógrafa?
Empecé a estudiar sociología en la UNAM, pero mi forma de comunicar es más visual. Desde chiquita pintaba. La fotografía engloba ambas cosas. Entender al ser humano en la sociedad junto a mi gusto por viajar me llevaron a esto.
¿Cómo llegaste a tus primeras fotografías?
En la universidad supe de un grupo de antropólogos que viajaba a la Sierra Tarahumara y empecé a viajar con ellos. La cámara fue un pretexto para agarrar mis cosas e irme. En ese tiempo tenía una Yashica, era análoga, con ella trabajé muchísimo tiempo. Después, cuando empecé a hacer video, brinqué a lo digital.
En tus trabajos abordas la desigualdad social, en especial en la mujer, ¿por qué?
Vengo de una familia involucrada en asuntos sociales. Mi madre es antropóloga y mi padre, de joven, trabajó en la Sierra de Guerrero, me contaba sobre los asesinatos de indígenas y de toda la violencia que sufrían esas comunidades.
Además de que mi tío Ramón y mi tío abuelo Antolín (que era piloto y volaba por Costa Chica, Guerrero) me llenaban de historias que yo quería ver con mis propios ojos. Antolín era el mito del hombre aventurero de la familia. Yo quería ser como él.
Visité la Merced por primera vez hace 22 años, cuando estaba embarazada de mi hija. No sabía que iba a hacer un trabajo tan extenso. Pero en una ocasión una chica que trabajaba ahí fue asesinada, nadie sabía quién era y pasó a ser un número más. Muchas sexoservidoras no tienen identidad, los padrotes les cambian el nombre y se van a la fosa común.
Durante todo este tiempo, ¿recuerdas alguna anécdota que te haya marcado?
En Ciudad Juárez conocí a una mujer que en ese entonces tenía la misma edad que yo. Estaba dentro de un picadero —un lugar donde los adictos se inyectan heroína— sentada frente a mí, inyectaba a uno y a otro, para que al final le regalarán un poco.
La retraté y nos conectamos entre miradas. De repente se volteó y me dijo “voy a cumplir 40 años y me da miedo no volver a ver a mis hijos. Habrá cambio de cártel y a todos los que vendemos en la calle nos van a matar, y yo quiero ver a mis hijos”.
No, sí puedes cambiar, le dije, y la llevé conmigo. Yo viajaba en la camioneta de una organización que ayudaba a los adictos e inmigrantes en la frontera. Súbete al coche y no veas para atrás.
Se quedó trabajando en la organización y logró combatir su adicción a la heroína. Tiempo después tuve una exposición en la Ciudad de México, le pagaron los boletos para que viniera a verla. En varias fotos aparecía ella y me dijo que estaba contenta de haber venido.
Pasaron algunas semanas y me enteré que la habían matado cuando regresó a Ciudad Juárez. Me dolió mucho, son relaciones rápidas y cortas pero son momentos decisivos en la vida de esas personas. Y se te queda grabado para siempre.
¿Qué llevas contigo en los viajes?
Siempre trato de viajar lo más ligera posible, no cargo tantos lentes, casi siempre uso un 24 milímetros. El gran angular te permite estar cerca.
Lo padre de la foto es la soledad. Te hace conocerte en situaciones difíciles y te puedes reinventar. Cuando estás retratando en lugares lejanos te puedes inventar quién eres. Estás solo y a la vez te comprendes, me gusta esa parte introspectiva de la fotografía. De verdad que la cámara se vuelve tu compañera.
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En tu documental Plaza de la Soledad son las protagonistas quienes cuentan de frente la historia, ¿cómo lograste esa intimidad?
A ellas las conozco desde hace 20 años. Y me conocen con la cámara, ya es una parte de mi cuerpo. Cuando hago fotos platico mucho antes de disparar. Con el video fue increíble, la gente participa más, ellas le hablan a la cámara, pero también platican conmigo. Por eso se siente tanta intimidad, tanta cercanía.
No creo que exista un documental objetivo y observacional nada más. Siempre uno modifica la situación en la que está trabajando. Me gusta hacerlo obvio, me gusta el diálogo y provocar cosas.
No las victimizas ni sientes lástima por ellas, sino que las dignificas. ¿Cómo hiciste para no caer en el maniqueo?
Bueno, con la editora Valentina Leduc, cada vez que veíamos que un personaje caía en el papel de víctima lo quitábamos. Porque yo no las veo así, las considero unas mujeres cabronas, porque son cabronas, mujeres que han sufrido. Mujeres con mucho sentido del humor. Mujeres completas.
No como víctimas. La han pasado mal a lo largo de su vida, pero no creo que ellas se sientan así. Tienen una fortaleza enorme. Me impresiona ver como si caen se reinventan y otra vez siguen adelante.
¿Qué aprendiste de ellas?
Me han enseñado muchas cosas. Primero como defenderme, como caminar en la calle, siempre mirar al enemigo de frente y a los ojos, siempre es mejor que te llegue por delante que por atrás (risas).
Me fui a vivir a España y no podía soportar que alguien caminara detrás de mí. Así me enseñaron ellas, “jamás dejes que alguien camine atrás de ti”.
“Los oídos no tienen párpados y lo que les llega ya no se olvida”, escribe Javier Marías para explicar que el silencio es una cicatriz profunda. En Plaza de la Soledad, existe algo más estruendoso que la voz y el bullicio: el silencio. Son tres o cinco segundos eternos. Los rostros gesticulan y se aprietan instantes antes de que el dolor brote. Allí el estruendo nos deja sordos…
Cuando estoy retratando a alguien y me está contando algo, me gusta quedarme en silencio. Y no disparar. Porque la buena foto viene después. Hay un instante en en el que la gente cree que vas a hacer clic, es el momento que estamos esperando. Muchas veces disparo, pero la verdadera foto viene uno o tres segundos después. En el silencio, cuando brota la sensibilidad.
En el documental la editora dejó esos silencios. Eran necesarios. Hablamos todo el tiempo. Entonces los necesitas para que te caiga el veinte y digieras lo que estás viendo.
Estamos viviendo una época muy violenta, ¿por qué piensas que es importante hacer trabajos desde un ángulo más humano?
En esta ciudad ya no nos conocemos entre vecinos. Te da miedo acercarte al otro, hay muchísima desconfianza. Algo que me encanta de Plaza Loreto es que hay violencia, pero para la gente esa es su casa, ese es su barrio.
Las calles son su otra casa. Ahí se comen una torta con el galán, velan a sus amigas, pasan momentos muy duros, pero también felices. Me impresiona como se apropian de esa parte de la ciudad. Pienso que esta es la única forma de poder combatir con la violencia: no tener miedo y adueñarse de las calles.
No dejar que la violencia gane las calles, sino que se vuelvan nuestras. Hay que conocernos sin miedo.
***
Tu carácter…
Soy muy apasionada, se me nota mucho si estoy triste o si estoy contenta. O sea si algo me da pena me pongo roja.
¿Cuál es la cualidad más importante que debe tener una mujer y un hombre?
Ambos deben ser congruentes con sus valores, con lo que piensan de la vida y con lo que hacen.
¿Tu principal defecto?
Cuando me enojo y me arranco no puedo controlarme. Digo cosas de las que luego me arrepiento.
¿Autores en prosa favoritos?
Ahorita estoy leyendo a Sartre y el libro El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, de Mircea Eliade.
¿Música?
Soy muy rockera y salsera (risas). Me gusta la cumbia, pero ahorita escucho mucho a un músico que me enseñó mi hija, se llama Arvo Part.
¿Tienes algún miedo?
A veces me levanto y me da miedo vivir (risas). Pero agarro todas mis chivas y a seguirle.