Como el tiempo perdido: Oasis. Un halo tibio de luz atravesaba la oscura habitación deslizándose suavemente por las cortinas. En medio del silencio una cama y entre las ruinas de zapatos y ropa ese halo tridimensional llegaba a esparcir la suficiente luz como para poder intuirse las sombras de los ojos y sus bocas. Una mano, como un tizón, atusaba su pelo, sus caracolas.
Alimentándose de caricias y dirigiendo sus dedos hasta lo más oscuro de sus centros ya conectados. Como una especie en extinción se miraban fijamente lamiéndose las heridas que quedaban, entre susurros y algún tono más alto que se confundía con el arrastrar de las sábanas impidiendo entender los mensajes que sólo ellos manejaban.
Y en un estruendo de abrazo, se fundían. Quietos permanecían pegados, chupándose y exclamando por ese oasis suyo, como un carrusel estático a punto de volar por los aires. No había intenciones de salir de allí, de abandonar aquel mausoleo.
Más allá, tic, tic, tic, iban entrando en fila india todos los gatos de la casa para subirse a la cama. Un trajín estrepitoso que los mantenía activos toda la noche velando por sus dueños. Una pareja oculta, de bronce, casi de piedra. En una casa vieja, alta, roja, con estancias amplias para acoger todas sus vidas.
Sus pasados y sus sueños. Sus almas yermas y sus cuerpos bruñidos, casi hedonistas por perfectas piezas que eran. Y como si de una escalada se tratara el gato dominante trepaba por el cuerpo de ella, grande y desnudo, sorteando sus pechos como ochomiles del Himalaya para hacer cima en su cuello.
La gata más gata prefería aterrizar directamente en la panza de él. Todos permanecían allí juntos, enroscados, como en un cuadro expresionista con pelos, olores y sus vidas gastadas entre retorcidas formas de largas extremidades.
Pero aquellas vidas no sólo eran eso. Había un milagro llamado Coco, su pequeño androide, su hijo, que de repente irrumpía entre las plantas y legañas reivindicando su despertar. La cama se desplegaba abriéndose como una flor para que entrara y ella lo abrazase casi devorado a besos.
Nunca la ternura tuvo ese color ni esa forma. Nunca el arte superó semejantes intenciones. De repente, como locos, los gatos corrían en estampida, otro pequeño androide se había levantado, era Camille, su hermana, que de un salto se unía al resto mientras él la arropada.
Aquella cama era un salvavidas, un viaje que acababa de empezar. Todos se agarraban fuertemente entre ellos. Aquel cálido edredón de parches se convertía en un muro frío frente al mundo, frente al ruido vulgar de la calle, frente a los despertadores, frente a todo plan. Frente a la riqueza, la pobreza, el miedo y la razón. El carrusel comenzaba a girar más y más y más, como el mundo gira bajo nuestros pies ahora mismo sin que nos demos cuenta.
Oasis. Como el tiempo perdido por Roberson Rey