«Solo hay una cosa que una botella puede contener que te haga olvidar las preocupaciones y la fatiga», rezaba un anuncio publicado en 1907 en el periódico The Atlanta Constitution. La frase no acaba con ninguna mención a una bebida espirituosa de esas que, efectivamente, hacen olvidar las penas a más de uno.
La publicidad corresponde a otro líquido de color más bien oscuro que medio planeta ha tomado alguna vez (inocentemente) para calmar su sed, incluidos musculosos trabajadores de la construcción y osos polares. Si estás pensando en ese brebaje carbonatado al que también se acusa de corroer los dientes, has acertado.
De esta manera se promocionaba Coca-Cola en 1907, como un sirope casi milagroso. El anuncio también incluía un certificado: el departamento de química del South Carolina College había realizado todas las pruebas pertinentes para asegurar que el líquido no contenía ni un microgramo de cocaína. El efecto tonificante estaba causado, según este escrupuloso análisis, solo por cafeína. Menos mal.
Coca-Cola no era la única que incluía este particular ingrediente en su composición. Si la marca estadounidense anunciaba un «tónico para el cerebro», las pastillas de clorato y cocaína de Gibson suponían la cura casi instantánea de «las irritaciones de la boca, garganta y bronquios». El clorato potásico tiene acción antiséptica. El papel de la cocaína en el alivio de los síntomas está menos claro.
La tendencia, no obstante, estaba extendida entre los fabricantes de medicinas. Otro ejemplo de ‘drogopastillas’ para la garganta son las de Allenburys. Elaboradas en Reino Unido, existían dos modalidades diferentes: una para los más clásicos, con hidrocloruro de cocaína y diamorfina (podía tomarse hasta un comprimido cada dos horas).
La versión sofisticada era apta solo para los más atrevidos: contenía mentol, eucalipto y cocaína. Con esta última había que tener un poco más de cuidado e ingerir solo una cada cuatro o seis horas, por si a alguien se le subía el mentol a la cabeza.
A Bayer, esa misma que hoy fabrica inofensivas aspirinas, le dio por otra droga: la heroína. En 1898, después de comercializar las primeras, lanzó al mercado un segundo producto, el jarabe de heroína, como un supuesto sustituto de la morfina que carecía de sus molestos efectos sedantes. En España se prescribía como analgésico y antitusivo para niños hasta que, en 1913, la empresa detuvo su venta. Habían descubierto que la sustancia resultaba aún más adictiva que el químico al que prometía suplir.
Mientras los chavales más mayores tomaban heroína y bebían un líquido espumoso con cocaína, los pequeños le daban a la morfina. Cuando lloraban porque les salían los dientes, nada mejor que unas gotitas del ‘sirope de la señora Winslow’ (alias «el amigo de las madres») para que sus progenitoras pudieran dormir plácidamente toda la noche.
La fórmula, que tenía unos 65 miligramos de sulfato de morfina por cada 30 mililitros, debe su nombre a la señora que la desarrolló, Charlotte N. Winslow. Fue comercializada en 1849 por su hijastro y permaneció en el mercado hasta que la Asociación Médica de Estados Unidos dijo no a esta droga. Madres e hijos tuvieron dulces sueños (y seguro que algunas pesadillas) durante más de 60 años.
Afortunadamente, las sustancias estupefacientes han dejado de aparecer entre los ingredientes de jarabes, siropes y tónicos. Sentimos la decepción: tu refresco favorito hace tiempo que dejó de ser un icono de intelectualidad por la vía narcótica. Es por tu salud.