Entre el ermitaño y el alquimista visual.
La analogía fotográfica de Jonathan Jacobsen. Hay quienes viven una doble vida por necesidad. Otros, por deseo. Y luego está Jonathan Jacobsen, quien la vive por estética. Diseñador gráfico chileno de día, fotógrafo surrealista de fin de semana, Jacobsen no solo habita dos mundos: los entrelaza con la precisión de un cirujano barroco y la libertad de un soñador postmoderno.
Desde su refugio en Quintero , una ciudad costera que parece susurrar secretos a los que saben escuchar, Jonathan cultiva su lado introvertido: estudia, observa, digiere el mundo como quien mastica una metáfora. Pero cuando llega el fin de semana, se transforma. Se traslada a Santiago, donde sus amigos, su cámara y sus visiones lo esperan como cómplices de un crimen estético. Ahí, en la capital, ejecuta lo que ha venido gestando en la penumbra: imágenes que no solo capturan la realidad, sino que la reescriben con ironía, belleza y un toque de inquietud.

Jacobsen no estudió fotografía en una academia de renombre ni se formó bajo la tutela de un maestro consagrado. Su escuela fue la curiosidad, su aula el ensayo y error, y su biblioteca visual una mezcla ecléctica de Historia del Arte y videoclips de Björk. Fue en las clases de arte donde aprendió a hacer analogías, a comparar, a encontrar conexiones entre un cuadro de Caravaggio y una sombra en la pared de su habitación. Esa capacidad de ver lo invisible, de traducir lo cotidiano en símbolo, es el núcleo de su obra.
Sus referentes son una constelación tan coherente como caótica: Eugenio Recuenco, Solve Sundsbo, Caravaggio, Björk, PJ Harvey, Inez van Lamsweerde y Vinoodh Matadin.
Todos ellos, artistas que no temen deformar la realidad para revelar su verdad más cruda o más poética. Como ellos, Jacobsen no fotografía lo que ve, sino lo que imagina. Y lo que imagina, a menudo, parece salido de un sueño lúcido con banda sonora de trip-hop y dirección de arte barroca.


Sus imágenes son escenarios donde el tiempo se disloca, donde los cuerpos flotan, se duplican o se disuelven. Hay espejos que no reflejan, máscaras que revelan, y luces que parecen haber sido pintadas con pincel. Cada fotografía es una escena detenida de una película que nunca se filmó, pero que uno jura haber soñado. Hay algo teatral, casi operático, en su puesta en escena. Pero también hay humor, ironía, y una melancolía que se cuela como niebla entre los píxeles.
La analogía, en su caso, no es solo un recurso retórico: es una forma de vida.
Jacobsen no retrata personas, retrata ideas. No documenta, interpreta. No busca la belleza convencional, sino la tensión entre lo bello y lo inquietante. En sus fotos, una mujer con cabeza de lámpara puede ser una crítica al consumo, un homenaje a Magritte o simplemente una imagen que se le apareció en un sueño. Y eso está bien. Porque en el universo de Jonathan, el significado no es una respuesta, sino una invitación.


Lo más fascinante de su trabajo es que, a pesar de su complejidad visual, nunca se siente pretencioso. Hay una honestidad brutal en su manera de componer, una especie de humildad barroca (sí, eso existe) que lo aleja del efectismo vacío. Sus imágenes no gritan, susurran. No imponen, seducen. Y cuando uno cae en su hechizo, ya no hay vuelta atrás.
Jonathan Jacobsen es, en el fondo, un alquimista. Transforma lo banal en sublime, lo efímero en eterno, lo personal en universal. Su cámara no es un instrumento de registro, sino un espejo deformante que revela lo que el ojo no ve pero el alma intuye. Y en ese juego de luces, sombras y símbolos, nos recuerda que la fotografía no es solo una técnica, sino una forma de pensar. O mejor dicho: de soñar despiertos.
Para más información: jon-jacobsen.com
Por Mónica Cascanueces.

