La arqueología pixelada de una generación.
Sasha Yazov: «La infancia jugada antes de leída». Pertenece a esa primera generación que jugó antes de leer, que aprendió a descifrar mundos virtuales antes que páginas impresas. Su biografía se entrelaza con los videojuegos de principios de los 2000, un territorio extraño y fascinante donde los polígonos visibles, los bugs convertidos en puertas secretas y las melodías electrónicas se transformaban en experiencias formativas. Para Yazov, aquellos títulos de textura granulada y colores eléctricos no fueron simples pasatiempos: se convirtieron en archivos afectivos y documentos históricos, radiografías estéticas de un tiempo en que la tecnología era promesa y la imaginación rellenaba cada hueco que el hardware no podía mostrar.

A los veinte años tomó una decisión radical: convertir ese universo en materia prima artística. Su Capilla Sixtina no es un fresco renacentista, sino una PlayStation 2 encendida a medianoche. Desde entonces, Yazov se ha consolidado como uno de los creadores más inquietos del panorama contemporáneo, un artista plástico que trata los píxeles con la misma reverencia con la que otros acarician el mármol. Su obra es un recordatorio de que la cultura digital también merece ser preservada, reinterpretada y elevada a la categoría de arte.
Entre la nostalgia y la crítica.
El trabajo de Yazov se despliega en múltiples lenguajes: capturas modificadas, glitch voluntario, modelado 3D, collage digital y esculturas que parecen extraídas de menús ocultos. No copia, sino que reinterpreta. Reescribe la iconografía de los videojuegos populares de aquella década para revelar lo que latía detrás de su superficie: la ansiedad adolescente, el deseo de fuga, la intuición de que internet estaba a punto de cambiarlo todo.

Su propuesta oscila entre la nostalgia y la crítica. Por un lado, ilumina el impacto cultural de una generación que se conectaba por primera vez a lo virtual, que encontraba refugio en pantallas convexas y en el gesto ritual de apretar Start. Por otro, cuestiona la ingenuidad con la que aceptamos que la pantalla se convirtiera en casa, frontera y espejo. Yazov ha declarado en entrevistas: “Los videojuegos de 2000 a 2005 fueron nuestra educación estética involuntaria. Ahí aprendimos a habitar mundos que no existían, a perder el tiempo como forma de resistencia, a crear nuestra propia mitología”.
Esa frase resume la potencia de su obra: mirar un cuadro, una instalación o una pieza digital de Yazov es regresar a un lugar torpemente brillante y, aun así, profundamente hermoso. Sus piezas funcionan como cápsulas de memoria, arqueologías de lo digital que rescatan la textura emocional de un tiempo en que los píxeles no eran limitación, sino puerta abierta.

Una memoria pixelada para el presente.
Con apenas veintipocos años, Sasha Yazov está construyendo una memoria pixelada que funciona como recordatorio colectivo. Nos recuerda que también venimos de ahí: del ruido blanco del módem, de las pantallas que tardaban en cargar, del gesto de apretar botones como quien decide entrar en un mundo paralelo. Su obra no es un ejercicio de nostalgia complaciente, sino una arqueología crítica que revela cómo la cultura digital moldeó nuestra sensibilidad estética y emocional.
En un contexto donde la velocidad tecnológica amenaza con borrar los rastros del pasado, Yazov se erige como guardián de esa fragilidad. Sus collages y esculturas digitales no buscan reproducir fielmente los videojuegos de antaño, sino reinterpretarlos para mostrar lo que había detrás: la precariedad de los sistemas, la ingenuidad de las narrativas, la belleza involuntaria de los errores gráficos. Cada glitch voluntario es un gesto político, una forma de resistencia que convierte la falla en arte.

La obra de Yazov emociona porque nos devuelve a un tiempo donde todo era torpemente brillante, donde la creatividad se encontraba en los límites del hardware y la imaginación completaba lo que la pantalla no podía mostrar. Es un recordatorio de que la cultura digital no nació perfecta, sino que se construyó a partir de imperfecciones, de texturas rugosas y de promesas incumplidas.
Su arqueología pixelada nos invita a reflexionar sobre el presente: ¿qué mitologías estamos creando ahora, en un mundo saturado de imágenes y narrativas digitales? Yazov demuestra que el arte puede ser un puente entre la memoria y la crítica, entre la nostalgia y la resistencia. Su obra nos devuelve la certeza de que los píxeles, lejos de ser simples unidades de color, son fragmentos de historia, puertas abiertas hacia un pasado que todavía late en nuestras pantallas.
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Sasha Yazov: «La infancia jugada antes de leída». Por Mónica Cascanueces.

