Como el grafitero David Choe se hizo millonario pintando la fachada de las oficinas de Facebook.
La insólita fortuna de un grafitero: «El arte como inversión». En el cruce entre el arte urbano y el vértigo del capitalismo digital, se erige la figura de David Choe, un grafitero que, sin saberlo, pintó su camino hacia una fortuna descomunal. Su historia, casi mitológica en el imaginario contemporáneo, comienza en los albores de Facebook, cuando la red social aún era una promesa más que una certeza.
Choe fue convocado para decorar la fachada de su primera oficina, y en lugar de aceptar un pago convencional optó, tras una negociación con Sean Parker, entonces presidente de la compañía, por recibir un paquete accionario modesto. Aquella decisión, que en su momento pudo parecer excéntrica o incluso ingenua, se transformó con el tiempo en una jugada maestra: hoy, esas acciones valen más de 200 millones de dólares.
La anécdota, que parece extraída de un guion de Hollywood, revela no solo la audacia del artista, sino también la capacidad del arte para infiltrarse en los engranajes del poder económico. Choe, criado en Brooklyn, no es un outsider cualquiera. Su obra, marcada por una estética cruda y visceral, ha sido parte esencial de la escena artística neoyorquina durante más de una década. Sus pósters y tags, diseminados por la ciudad como gritos visuales, han contribuido a definir el pulso de una generación que encuentra en la calle su principal lienzo.


La serigrafía, técnica que Choe domina con soltura, es su medio predilecto. Pero no se limita a ella: el collage, armado con imágenes icónicas y logotipos reconocibles, también forma parte de su arsenal creativo. Su obra es una amalgama de cultura pop, crítica social y pulsión estética, que se despliega con fuerza tanto en muros como en lienzos. En este último formato, su trabajo adquiere una dimensión distinta: agresiva, rica en texturas, profundamente apeladora. Es como si el artista, al abandonar la calle, se permitiera explorar los abismos de su propia psique.
En paralelo a Choe, emerge la figura de Bäst, otro grafitero neoyorquino cuya existencia misma ha sido objeto de especulación.
Poco se sabe de él como persona; su anonimato es casi absoluto. Algunos incluso han cuestionado si realmente existe, o si se trata de un constructo colectivo, una máscara tras la cual se ocultan múltiples voces. Lo mismo ocurre con su obra, lo que se conoce de ella es lo que se ve en las calles, en los rincones donde el arte se mezcla con la vida cotidiana.
Bäst, como Choe, ha hecho del collage una herramienta poderosa. Sus composiciones, cargadas de símbolos y referencias, son una suerte de arqueología visual del presente. En sus lienzos, sin embargo, se percibe un giro: hay una agresividad latente, una riqueza expresiva que lo distancia del grafitero tradicional. Su trabajo interpela, incomoda, seduce. Es arte que no pide permiso, que se impone con la fuerza de lo inevitable.


Ambos artistas, aunque distintos en estilo y trayectoria, comparten una misma pulsión, la de transformar lo marginal en central, lo efímero en eterno.
Choe lo ha hecho con una fortuna que desafía toda lógica; Bäst, con una obra que desafía toda certeza. En un mundo donde el arte suele ser domesticado por el mercado, ellos han logrado subvertir las reglas, infiltrarse en los sistemas sin perder su esencia.
La historia de David Choe es, en última instancia, una parábola sobre el valor del riesgo, la intuición y la fidelidad a una visión personal. Su mural en Facebook no solo decoró una oficina, fue una inversión en futuro, una declaración de principios. Y aunque su fortuna pueda parecer un golpe de suerte, es también el resultado de una vida dedicada al arte, a la exploración de los límites, a la creación sin concesiones.
En tiempos donde el arte se mide en likes y cotizaciones, Choe y Bäst nos recuerdan que su verdadero poder reside en la capacidad de transformar, de provocar, de resistir. Y que, a veces, una pared pintada puede valer más que mil palabras, o millones de dólares.
La insólita fortuna de un grafitero: «El arte como inversión». Por Mónica Cascanueces.

