El Renacimiento en un bar de Lugano.
Christian Tagliavini revive el Renacimiento con gente de la calle. Nació en 1971, italo-suizo, y desde Lugano se dedica a fotografiar como si la vida fuese un cuadro renacentista colgado en una pared húmeda de taberna. Su serie 1503, inspirada en Bronzino, no es un homenaje limpio ni académico: es un vómito elegante, un espejo roto que todavía refleja belleza. Bukowski habría dicho que el arte es un perro que te muerde cuando menos lo esperas, y Tagliavini parece entrenar a ese perro con paciencia, con investigación, con un refinamiento que no se queda en la superficie.
El tipo no usa modelos profesionales. No necesita maniquíes de pasarela ni rostros domesticados. Prefiere la gente de la calle, los que se cruzan con él, los que aceptan posar con la mirada cargada de complicidad. Esa elección es un gesto punk dentro de un marco clásico: el Renacimiento filtrado por la mugre contemporánea. Los retratos de Tagliavini tienen esa mezcla de solemnidad y sudor, como si Bronzino se hubiera emborrachado en un bar de barrio y decidiera pintar a los parroquianos con la misma dignidad que a un duque.

El fotógrafo y diseñador gráfico revive un periodo histórico sin caer en la nostalgia barata. Sus imágenes no son postales ni recreaciones de museo. Son cuerpos vivos, miradas que te retan, que te dicen: “mírame, pero no me domestiques”. Y ahí está la fuerza: la complicidad del observador, esa sensación de que el retrato te está juzgando, que te está arrastrando a su juego.
Retratos con olor a cerveza rancia.
Bukowski escribía sobre bares, prostitutas, caballos perdedores y la rutina de un hombre que se sabe derrotado. Tagliavini, en cambio, fotografía rostros que parecen salidos de un sueño renacentista, pero con la misma crudeza. El refinamiento italiano se mezcla con la textura áspera de la vida cotidiana. No hay glamour, hay humanidad.


El proceso de investigación del artista es profundo, casi obsesivo. Pero el resultado no es académico: es visceral. Sus retratos no buscan la perfección técnica como un cirujano que mide cada línea. Buscan la imperfección que late, la grieta que hace que el espectador se quede mirando más de lo necesario. En cada rostro hay un eco de siglos pasados y una chispa contemporánea. La elección de no usar modelos profesionales es clave. Esa gente de la calle, con sus arrugas, sus miradas cansadas, sus gestos torpes, se convierte en protagonista de un teatro visual. Es como si Tagliavini dijera: “el arte no está en las galerías, está en la esquina, en el supermercado, en el tipo que fuma solo en la parada del bus”. Y al fotografiarlos, los eleva, los convierte en personajes de un drama renacentista.

La complicidad del observador es otro ingrediente. No se trata de mirar pasivamente. Los retratos te interpelan, te incomodan, te obligan a reconocer que la belleza no es un concepto abstracto, sino un choque directo con la mirada de alguien que podría ser tu vecino.
La mugre también es arte
Christian Tagliavini demuestra que el Renacimiento no murió, que puede revivir en un estudio de Lugano, en un retrato de alguien que jamás pensó ser modelo. Su obra es un recordatorio de que la historia no es un museo polvoriento, sino un animal que se despierta cuando alguien lo provoca.

Bukowski decía que la belleza estaba en las grietas, en los bares oscuros, en las derrotas. Tagliavini parece coincidir, aunque desde otro ángulo. Sus retratos son refinados, sí, pero también sucios, cargados de humanidad. No son imágenes para decorar una sala de espera, son retratos que te siguen con la mirada, que te hacen sentir observado, juzgado, incluso cómplice. La serie 1503 es un ejemplo perfecto: Bronzino filtrado por la contemporaneidad, por la mirada de sujetos que no son aristócratas, sino transeúntes. Esa mezcla de solemnidad y cotidianidad es lo que convierte su obra en algo vivo. No es un ejercicio de estilo, es un acto de resistencia contra la banalidad de la fotografía comercial.

En tiempos donde las cámaras se venden como juguetes y la publicidad nos bombardea con rostros perfectos, Tagliavini elimina la publicidad, elimina el artificio, y nos devuelve la crudeza de la mirada humana. Sus retratos son un puñetazo elegante, un recordatorio de que el arte no necesita filtros ni poses ensayadas. Al final, lo que queda es la complicidad: el observador atrapado en un juego de miradas, el artista que revive el Renacimiento en un bar de Lugano, y la certeza de que la mugre también es arte. Bukowski habría levantado su vaso y brindado por eso.
Para más información: .christiantagliavini.com
Christian Tagliavini revive el Renacimiento con gente de la calle. Por Mónica Cascanueces.

