Lo fascinante de Grabelsky es su capacidad para equilibrar lo mitológico con lo cotidiano.
Animales en el metro por Matthew Grabelsky. En el zoológico improvisado que es el metro de Nueva York, Matthew Grabelsky ha decidido que la fauna no se limita a los pasajeros con auriculares, mochilas desbordadas y miradas perdidas en el vacío. No, él ha tenido la osadía, y el buen gusto, de poblar los vagones con criaturas que, aunque salvajes, parecen más civilizadas que muchos de los humanos que allí se apiñan. Su serie Animales en el metro es, en esencia, un espejo deformante que devuelve al espectador la imagen de una sociedad que se cree sofisticada, pero que en realidad sigue oliendo a jungla.

Grabelsky, artista-astrofísico (porque, claro, ¿qué otra combinación podría producir semejante delirio visual?), se ha formado en las técnicas clásicas de pintura y dibujo, solo para luego traicionarlas con descaro. Tras cuatro años de disciplina académica, decidió que el arte debía abandonar los museos y colarse en lo cotidiano, en lo vulgar, en lo urbano. Y qué mejor escenario que el metro, ese templo subterráneo donde la humanidad se exhibe en su estado más crudo: sudorosa, apurada, resignada. Allí, entre anuncios de abogados de accidentes y carteles de “Se prohíbe comer”, Grabelsky instala su zoológico surrealista.
El resultado es una colección de escenas donde tigres leen periódicos, osos viajan con corbata y lobos se sientan con la naturalidad de un ejecutivo en hora punta.
El humor es evidente, pero también lo es la incomodidad: ¿acaso no somos nosotros los animales disfrazados de civilización? La sátira se desliza con elegancia, como un zorro en traje de tres piezas, recordándonos que la domesticidad es apenas un barniz sobre la piel de lo salvaje.
Sus animales no son caricaturas grotescas, sino presencias verosímiles, pintadas con un realismo que roza lo inquietante. El espectador se sorprende al ver un gorila con mirada melancólica, sentado junto a una mujer que revisa su móvil, y se pregunta cuál de los dos parece más humano. La frontera entre lo racional y lo instintivo se difumina, y el metro se convierte en un escenario donde el inconsciente colectivo se pasea sin pagar boleto.

La sátira, sin embargo, no se limita a señalar la animalidad innata del hombre. También ridiculiza la pretensión de orden que la sociedad intenta imponer. Los vagones, diseñados para contener multitudes obedientes, se transforman en jaulas donde lo salvaje se cuela con descaro. El león que ocupa dos asientos es una metáfora perfecta del ego urbano: expansivo, arrogante, incapaz de considerar al prójimo. El ciervo que mira por la ventana con aire contemplativo es la ironía de la espiritualidad en un entorno mecánico y ruidoso.
Grabelsky juega con el contraste entre lo sublime y lo banal. Sus acrílicos sobre papel, discretos en tamaño, son portales hacia un universo donde lo fantástico se incrusta en lo ordinario. El espectador ríe, sí, pero también se reconoce. Porque, al fin y al cabo, ¿quién no ha sentido que viaja como un animal enjaulado durante la hora punta? ¿Quién no ha experimentado la ferocidad silenciosa de los pasajeros que defienden su asiento como si fuera territorio sagrado?

La elegancia de la propuesta radica en su sutileza. Grabelsky no necesita recurrir al exceso ni a la caricatura burda.
Su sátira es refinada, casi aristocrática, como un cóctel servido en copa de cristal dentro de un vagón atestado. El humor surge de la naturalidad con que los animales se integran en la escena, como si siempre hubieran estado allí, invisibles hasta que el artista decidió revelarlos.
En última instancia, Animales en el metro es una invitación a reconsiderar nuestra relación con lo salvaje. No se trata de un llamado a la nostalgia por la naturaleza perdida, sino de un recordatorio de que la animalidad nunca se ha ido. Vive en nosotros, se manifiesta en nuestros gestos, en nuestras rutinas, en nuestra manera de ocupar el espacio público. El intento de erradicarla ha fracasado, y lo que queda es una domesticidad precaria, un pacto frágil entre lo civilizado y lo instintivo.
La obra de Grabelsky, con su mezcla de humor y elegancia, nos obliga a mirarnos en el espejo del metro y aceptar que la diferencia entre el hombre y el animal es menos abismal de lo que quisiéramos creer. Y quizá, en esa aceptación, haya una forma de reconciliarnos con lo que somos: criaturas que viajan, sueñan y se disfrazan, pero que nunca dejan de pertenecer a la jungla.
Para más información: grabelsky.com
Animales en el metro por Matthew Grabelsky. Por Mónica Cascanueces.

