Mujeres de porcelana y alma salvaje en el universo inquietante de un pintor que convirtió el glamour en un crimen perfecto.
Troy Brooks: El cine negro hecho carne pictórica. Leva toda la vida mirando mujeres, pero no como quien hojea una revista o se queda hipnotizado ante una pantalla; él las observa con la minuciosidad de un detective del Hollywood clásico, como si cada mirada contuviera un crimen, una pista o una historia por descifrar. Según cuenta, empezó a dibujar mujeres cuando apenas tenía dos años, copiando los rostros de las estrellas de las películas antiguas que tanto lo fascinaban. Así nació un pequeño cinéfilo con alma de cronista visual, alguien que desde su infancia entendió que el blanco y negro podía contener todos los matices del alma humana.
Brooks aprendió a dibujar del cine, y del cine heredó su sentido del drama, su iluminación teatral y su obsesión por la femme fatale. Pero sus damas no fuman cigarrillos en bares llenos de humo ni esperan detectives en puertas entreabiertas. Ellas son el humo y la puerta: figuras etéreas que encarnan la intriga, el deseo y la amenaza al mismo tiempo. En sus lienzos, las mujeres parecen recién salidas de una pesadilla glamorosa, con peinados imposibles, rostros angulosos y una elegancia que roza lo sobrenatural. Son diosas de porcelana atrapadas en el instante justo antes de la catástrofe.

El universo de Troy Brooks está construido con la precisión de un director de cine.
Cada cuadro es un fotograma detenido, una historia congelada que invita a adivinar el resto del guion. Sus mujeres viven en entornos civilizados, sofisticados, donde la superficie del orden se quiebra bajo la presión de lo salvaje. En sus ojos se percibe la sospecha, el deseo o el miedo de quien sabe que algo está a punto de estallar. Y es ahí, en ese filo entre la compostura y la furia, donde el artista coloca su pincel.
Lo fascinante es cómo Brooks convierte la tensión en belleza. No hay histeria ni dramatismo exagerado en sus figuras: todo ocurre en un silencio elegante, como si la tragedia se hubiera vestido de alta costura. Las protagonistas —altas, pálidas, imposibles— posan en habitaciones perfectamente decoradas, rodeadas de símbolos animales: serpientes que se enroscan en tobillos de mármol, aves que revolotean con aire de presagio, zorros que acechan entre cortinas de terciopelo. Estos elementos no son simples accesorios: funcionan como ecos de lo primitivo, recordatorios de que debajo del perfume caro y los modales refinados late una bestia que nunca duerme.



La simbología animal en Brooks no es un capricho estético, sino un diálogo con lo que él mismo llama “las brutalidades de la naturaleza”. En sus obras, la elegancia se enfrenta a la violencia, la etiqueta al instinto, y el resultado es una poética tensión entre lo que queremos mostrar y lo que somos en realidad. Sus mujeres, aunque aparentemente inmutables, parecen contener dentro una tormenta. En esa contradicción radica su magnetismo: son tan peligrosas como frágiles, tan humanas como míticas.
Estéticamente, Brooks bebe del surrealismo, del arte pop y, por supuesto, del cine negro. Pero su toque personal convierte esas influencias en algo nuevo: una especie de glamour inquietante, donde la belleza nunca está exenta de amenaza. Si los cuadros de David Lynch pudieran maquillarse, seguramente se parecerían a los de Troy Brooks. Su mundo es un desfile de sombras con pestañas postizas, una pasarela de emociones reprimidas bajo luces de neón.

Al final, mirar una obra de Troy Brooks es como asistir a una película que nunca se estrena del todo. Cada cuadro sugiere un misterio que se resiste a ser resuelto, un gesto que encierra un secreto, una historia que se suspende en el aire justo antes del clímax. En ese silencio expectante, el espectador se convierte en cómplice, detective y testigo de algo que no puede —ni debe— entender del todo.
Porque en el universo de Brooks, la belleza y el peligro bailan un tango eterno, y la mujer —esa mujer que dibuja desde los dos años— sigue siendo el enigma más fascinante del arte y del alma humana.
Para más información: troybrooks.com
Troy Brooks: El cine negro hecho carne pictórica. Por Mónica Cascanueces.

