La nieve viene de la luna: Gehard Demetz y la infancia como territorio de resistencia poética
Gehard Demetz: «Esculturas de niños melancólicos y oprimidos». En un mundo saturado de estímulos inmediatos y narrativas unidimensionales, la obra escultórica de Gehard Demetz irrumpe como un susurro incómodo, una grieta en la superficie pulida de la infancia idealizada. Su exposición La nieve viene de la luna, lejos de ser una celebración naïf de la niñez, se erige como un manifiesto silencioso sobre la pérdida de la inocencia, la opresión simbólica y la fragilidad de la subjetividad en formación.
Demetz, escultor italiano formado en la tradición de la imaginería religiosa de los Dolomitas, subvierte con maestría los códigos de su oficio. Sus figuras infantiles, talladas en bloques de madera ensamblados con precisión quirúrgica, presentan un inquietante equilibrio entre lo pulido y lo inacabado, entre la tersura de la superficie y la crudeza de las uniones visibles. Esta tensión formal no es gratuita: es el correlato estético de una tensión existencial más profunda.


Los niños de Demetz no sonríen. Sus cabezas gacha, sus ojos cerrados o perdidos en un horizonte interior, sus cuerpos constreñidos por objetos simbólicos —guantes de trabajo, sierras, cruces, celosías— configuran una iconografía del encierro. No se trata de una prisión física, sino de una jaula cultural, emocional y espiritual. Cada escultura es un pequeño altar al desconcierto, una cápsula de silencio que grita.
La referencia a Rudolf Steiner, filósofo austriaco y fundador de la pedagogía Waldorf, no es anecdótica. Steiner sostenía que hasta los seis años los niños poseen una cualidad “mística”, una capacidad para sentir el inconsciente y habitar el mundo con una percepción aún no domesticada por la lógica adulta.
Demetz recoge esta intuición y la convierte en materia escultórica.
Sus niños no son simplemente representaciones: son umbrales. Están atrapados en el tránsito entre la intuición pura y la racionalidad impuesta, entre el juego libre y la disciplina social.


El título de la muestra, La nieve viene de la luna, funciona como una clave poética. Evoca esas explicaciones fantásticas que los adultos ofrecen a los niños para calmar su curiosidad insaciable. Pero también señala, con melancolía, la pérdida de ese imaginario cuando la ciencia, la norma y la utilidad colonizan el pensamiento. Demetz no propone una regresión romántica a la infancia, sino una crítica lúcida a la forma en que la cultura contemporánea mutila la imaginación en nombre del progreso.

Hay en estas esculturas una dimensión política sutil pero contundente. Al mostrar a los niños como sujetos ya marcados por la culpa, la carga ancestral y la coerción simbólica, Demetz denuncia una pedagogía del sometimiento. La educación, lejos de ser un espacio de emancipación, aparece como un dispositivo de normalización. En este sentido, la obra se alinea con las preocupaciones de Foucault sobre el biopoder y la producción de subjetividades dóciles.
Sin embargo, sería un error reducir la propuesta de Demetz a una denuncia. Su trabajo no se limita a señalar la herida; también la acaricia.
En la delicadeza de los acabados, en la dignidad de las posturas, en la serena resistencia de esas miradas cerradas, hay una afirmación de la potencia interior del niño. Una invitación a recordar —como él mismo sugiere— que en ciertas fases de la vida se echan de menos aquellas explicaciones fantásticas, y que su ausencia deja un vacío que ni la ciencia ni la razón pueden colmar.


La madera, con su calidez orgánica y su memoria vegetal, se convierte en cómplice de esta poética de la pérdida. Cada veta, cada imperfección, cada ensamblaje visible, habla de una identidad en construcción, de una subjetividad que no se entrega dócilmente al molde. En tiempos de hiperproducción digital y simulacros de autenticidad, la obra de Demetz nos recuerda que la materia también tiene alma, y que el arte puede ser un acto de resistencia ontológica.
La nieve viene de la luna no es una exposición para pasar de largo. Es una experiencia que exige lentitud, escucha y vulnerabilidad. Nos confronta con nuestra propia infancia olvidada, con las narrativas que nos moldearon, con las heridas que aún supuran bajo la superficie. Y lo hace sin estridencias, sin moralismos, sin concesiones. Solo con la fuerza callada de la madera y la mirada ausente de un niño que, quizá, aún espera que alguien le diga que la nieve viene de la luna.
Para más información: geharddemetz.com
Gehard Demetz: «Esculturas de niños melancólicos y oprimidos». Por Mónica Cascanueces.

