Sus lienzos están poblados de mujeres que parecen salidas de un sueño a medio camino entre la pasarela y el camerino.
Malcom T. Liepke y la figura humana como territorio eterno. No son modelos etéreas, sino presencias palpables: carne y mirada, gesto y silencio. Saben que están siendo observadas, y responden a esa atención con una provocación calculada, con una inocencia fingida o con un desdén que hipnotiza.

Malcolm T. Liepke, nacido en 1953 en Minneapolis, es un pintor que aprendió más de la observación y la obsesión que de las aulas. Abandonó pronto sus estudios formales, pero jamás dejó de estudiar: sus maestros, aunque lejanos en el tiempo, fueron Sargent, Degas, Toulouse-Lautrec, Velázquez, Whistler y Vuillard. De ellos absorbió el pulso clásico, pero lo mezcló con su propio aliento, hasta dar vida a un lenguaje que es suyo y de nadie más.



En sus manos, el óleo se comporta como materia viva. Las pinceladas, amplias y decididas, construyen pieles cremosas en tonos de rosa pálido marfil que respiran sobre el lienzo. Entre ellas irrumpen destellos de naranja, azul, lila o rosa eléctrico, como pequeñas descargas que avivan la escena. El cabello, en cambio, se vuelve rebelde, casi indómito: brochazos más agudos y salvajes que contrastan con la suavidad de la carne.
Liepke parte de fotografías, pero las trasciende. La imagen inicial es sólo el esqueleto; él le añade la sangre, el pulso y la historia invisible.



En sus cuadros de parejas, la huella de Toulouse-Lautrec se percibe en la intimidad de los gestos, en la manera en que dos cuerpos parecen conocerse desde siempre. En cada rostro, en cada inclinación de hombro, late un eco de amor, de melancolía o de deseo.
Su obra es también un acto de resistencia estética. Mientras el arte contemporáneo se dispersa en mil lenguajes, Liepke reivindica la figura humana como territorio eterno.
Para más información sobre Malcom T. Liepke
Malcom T. Liepke y la figura humana como territorio eterno.