Arrieta no pinta desde la serenidad, sino desde la convulsión: su pintura es un campo de batalla simbólico, un espacio donde se enfrentan referentes culturales, ideologías, deseos y memorias.
En una primera aproximación, la obra de Judas Arrieta se presenta como un universo visual donde todo parece tener cabida. Sin embargo, esta aparente inclusividad es solo la superficie de una complejidad estética que se revela en capas, como un palimpsesto pictórico que exige una mirada más atenta. Lo que emerge entonces es una constelación de obsesiones, de motivos que se retuercen y repiten en una agitación casi apocalíptica, donde el caos no es desorden sino método.

Su estilo, que podríamos denominar neobarroco contemporáneo, se caracteriza por el desbordamiento del motivo, por la saturación de la superficie pictórica. No hay economía visual en su obra, sino una voluntad de exceso que se traduce en superposiciones, distorsiones de escala, quiebros de perspectiva y una densidad informativa que roza lo delirante. Esta pintura no busca agradar ni ordenar, sino provocar y desordenar. Es una pintura que se resiste a la lectura lineal, que exige del espectador una actitud activa, casi detectivesca, para desentrañar los múltiples niveles de sentido que se entrecruzan en cada lienzo.
Filosofía del desorden: lo híbrido como lenguaje
Uno de los rasgos más distintivos de la obra de Judas Arrieta es su radical apuesta por lo híbrido. Su pintura no se construye desde la pureza estilística ni desde la coherencia formal, sino desde una filosofía del desorden que abraza lo caótico como principio generador. Esta estética de lo híbrido se manifiesta en la manera en que Arrieta transforma logotipos y lemas, pervirtiendo su significado original con humor y crítica. Ejemplos como “Cora-Cola”, “Carre4” o “filmux” no son simples juegos gráficos, sino intervenciones que desestabilizan los códigos visuales de la cultura de consumo, revelando su arbitrariedad y su poder simbólico.

Asimismo, cuando rescata lemas como “Basta llar!”, lo hace para subvertir su carga semántica, para convertirlos en gritos irónicos que cuestionan la eficacia del lenguaje político. En este sentido, su obra se inscribe en una tradición de arte político que no se limita a la denuncia, sino que opera desde la afirmación de unos referentes culturales que son a la vez personales y generacionales. Arrieta no propone una utopía, sino una distopía lúdica, una babel de imágenes donde lo risible convive con lo trágico, lo nostálgico con lo futurista.
La hibridez de su pintura no es solo formal, sino también conceptual. En ella se cruzan la imaginería manga, la estética comunista china, los iconos publicitarios occidentales y los elementos folclóricos de culturas diversas. Esta mezcla no busca la síntesis, sino la fricción: cada elemento conserva su singularidad, pero se ve afectado por su contacto con los otros. El resultado es una obra que se configura como un sistema abierto, como un rizoma visual que se expande en múltiples direcciones sin jerarquías ni centros.

Nostalgia del presente: entre lo retro y lo futurista
Uno de los aspectos más fascinantes de la obra de Judas Arrieta es su capacidad para activar lo que podríamos llamar una “nostalgia del presente”. En sus cuadros, el presente no se representa como actualidad, sino como una memoria en construcción, como un tiempo que la posmodernidad ha convertido en pasado antes de que pueda ser futuro. Esta paradoja temporal se expresa en la elección de sus referentes iconográficos: por un lado, personajes de los dibujos animados de la España de los años noventa, como Doraemon, Pokémon, Son Goku o los Simpson; por otro, figuras nostálgicas anteriores a la llegada del manga, como Mazinger Z, el Pájaro Loco, Félix el Gato, Heidi o Chicho Terremoto.

Estos personajes no aparecen como simples citas culturales, sino como fragmentos de una memoria afectiva que se reactiva en el presente para interrogarlo. Arrieta no pinta desde la melancolía, sino desde una pasión retro que escupe verdades incómodas: que el futuro siempre ha estado en el pasado, que la modernidad ha fracasado en su promesa de novedad, que la cultura visual contemporánea es un reciclaje constante de imágenes ya vistas. En este sentido, su obra se sitúa en una zona liminal entre lo retro y lo futurista, entre la recuperación y la invención.

Esta nostalgia del presente no es una regresión, sino una estrategia crítica. Al recuperar imágenes del pasado, Arrieta las somete a un proceso de recontextualización que las convierte en herramientas para pensar el presente. Su pintura no es arqueológica, sino prospectiva: utiliza el pasado para proyectar futuros posibles, para imaginar alternativas a la hegemonía visual del capitalismo tardío. En este proceso, lo pictórico adquiere una dimensión política, no como propaganda, sino como afirmación de una subjetividad que se resiste a la homogeneización cultural.
Pintura como proceso: el gesto pictórico como resistencia
En un contexto artístico dominado por lo digital y lo conceptual, Judas Arrieta reivindica la pintura como proceso, como acción generadora de imagen. Su obra no se limita a representar, sino que se construye desde el gesto pictórico, desde la materialidad del trazo, desde la fisicidad del color. Esta insistencia en lo pictórico no es una nostalgia técnica, sino una postura estética que afirma la importancia del cuerpo en la producción de sentido. Pintar, para Arrieta, es una forma de pensar con las manos, de dialogar con la superficie, de inscribir el deseo en la materia.

La pintura, en su caso, no es un medio neutro, sino un campo de tensiones donde se cruzan lo pop, el cómic japonés, el dibujo y la iconografía folclórica. Cada cuadro es un palíndromo visual, una estructura que permite múltiples lecturas y que se resiste a la interpretación unívoca. Esta multiplicidad de sentidos se potencia por la densidad compositiva, por la acumulación de elementos, por la fragmentación de la narrativa visual. Arrieta no cuenta historias, sino que las sugiere, las insinúa, las deja abiertas para que el espectador las complete.
En este sentido, su pintura se aproxima a la lógica del montaje cinematográfico, donde el significado emerge del choque entre imágenes. Como en la película La Chinoise de Jean-Luc Godard, lo ideológico, lo político y lo social se cruzan en su obra de manera fragmentaria, sin síntesis ni resolución. El cuadro se convierte así en un espacio de conflicto, en un campo de batalla simbólico donde se enfrentan visiones del mundo, deseos individuales y memorias colectivas. Pintar, para Arrieta, es resistir: resistir al olvido, al silencio, a la uniformidad.
Eclecticismo generacional: una babel de imágenes
La obra de Judas Arrieta se configura como un universo visual profundamente generacional. Sus referentes no son universales ni neutros, sino profundamente personales, marcados por una biografía afectiva que se entrelaza con la historia cultural de su tiempo. Este eclecticismo generacional se manifiesta en la manera en que mezcla elementos de la cultura vasca con la china, del manga japonés con la propaganda comunista, del arte pop con el folclore local. Cada cuadro es una babel de imágenes, una acumulación de signos que se resisten a ser ordenados, que se niegan a ser domesticados.

Este trabajo desde lo risible, desde lo absurdo, desde lo excesivo, no es una evasión, sino una forma de potenciar la ficción como herramienta crítica. Arrieta no busca representar la realidad, sino desestabilizarla, abrirla a nuevas posibilidades, imaginar mundos alternativos. Su pintura no es escapista, sino transformadora: utiliza la ficción para intervenir en lo real, para cuestionar sus límites, para ampliar sus horizontes. En este sentido, su obra se inscribe en una tradición de arte político que no se limita a la denuncia, sino que apuesta por la creación de nuevos imaginarios.
La intención de reinventarse en cada obra, de no repetir fórmulas, de explorar nuevas combinaciones, habla de una ética artística que se resiste a la institucionalización. Arrieta no busca consolidar un estilo, sino mantener abierta la posibilidad de cambio, de mutación, de evolución. Su pintura es un proceso en constante devenir, una búsqueda incesante de formas que puedan dar cuenta de la complejidad del mundo contemporáneo. En esta búsqueda, lo generacional se convierte en una categoría estética: no como edad biológica, sino como sensibilidad compartida, como memoria afectiva, como deseo colectivo.
Para más información: judasarrieta.com