En sus novelas «Mil ojos esconde la noche» y «Cárcel de tinieblas», Juan Manuel de Prada nos lleva al París oscuro de la Segunda Guerra Mundial, pero también construye un relato que ilumina, de forma inquietante, nuestro propio presente.
Las lecciones incómodas del pasado para un presente descarriado. En 1996, la editorial Valdemar publicó Las máscaras del héroe, una novela coral, lisérgica, hipnótica, vertiginosamente alucinada, entre el esperpento y la astracanada trágica. Articulada en la dialéctica de dos personajes, Fernando Navales (el único ficticio) y Pedro Luis de Gálvez, mostraba, en cuatro círculos dantescos, una crónica de la bohemia madrileña de principios del XX.
Casi treinta años después, su autor, Juan Manuel de Prada (Baracaldo, Vizcaya, 1970), rescata a Navales para convocar una ringlera de artistas españoles exiliados en París durante la II Guerra Mundial, en una historia de nuevo coral en la que se ponen en juego la dignidad, el hambre, los ideales y, sobre todo, el resentimiento.
El resultado, Mil ojos esconde la noche (Espasa, 2024), ochocientas páginas originalmente escritas a mano en las que su autor despliega un fiero talento para descender al chiscón más sombrío del alma humana. Con personajes ambiguos, un mal seductor y villanos que se esconden tras máscaras de virtud, estas obras se convierten en un espejo en el que nuestra sociedad debe contemplarse.
¿QUÉ PODEMOS APRENDER DE ESE PASADO QUE, COMO ADVIERTE EL AUTOR, NO ES TAN DISTINTO DE NUESTRA ACTUALIDAD? QUIZÁS LA RESPUESTA SEA INCÓMODA, PERO URGENTE.
Pero estas novelas Mil ojos esconde la noche y Cárcel de tinieblas no sólo regresan a un tiempo devastado por la guerra y la ideología; son, sobre todo, un mensaje cifrado para el presente. Prada, más que narrar un pasado, lo agita, lo incomoda, y lo lanza como un espejo hacia nuestra era digital, líquida y amnésica. Porque, como el propio autor sostiene, «la nocturnidad da ese clima de ambigüedad, de sordidez y clandestinidad» que no sólo le venía bien a su novela, sino que describe con precisión quirúrgica el estado de nuestra vida pública.
¿Qué ve, entonces, esa noche que los focos del día prefieren no iluminar? Ve lo que da vergüenza reconocer a plena luz: la cobardía de los intelectuales, la complicidad del arte con el poder, la falsificación del heroísmo y la pulsión insaciable del resentimiento.


Navales el antihéroe de Prada no es tanto un personaje como un síntoma, un testigo podrido que atraviesa las capas morales de su tiempo con la rabia de quien sabe que ya no tiene nada que perder. Su mirada es la de un «resentido ecuménico», como lo define el autor, aludiendo a ese sentimiento que no se dirige contra alguien en concreto, sino contra la existencia misma.
Unamuno lo llamó el octavo pecado capital, y con razón: el resentimiento lo abarca todo, lo infecta todo, lo disfraza todo. En un mundo donde los fracasos personales se reconvierten en cruzadas públicas, ¿cuánto de nuestras actuales cruzadas culturales no está también movido por esa oscura bilis? Prada advierte: «Hay creadores muy resentidos, sin duda, pero que sea inspirador me parece más dudoso… es una creatividad muy destructiva».
Y es que en estas novelas hay algo más profundo que el juego de máscaras de la Historia: hay una advertencia clara sobre el peligro de las mitologías con las que nuestra época maquilla la verdad. La izquierda bienpensante se estremece al descubrir que muchos de los artistas exiliados en Francia durante la ocupación colaboraron con la Falange. No por convicción, sino por hambre, por miedo, por necesidad o simplemente por inercia.
Y eso el atroz mecanismo de supervivencia destruye las narrativas edificadas con clichés: «Mentiras burdas que niegan la naturaleza humana», dice Prada. Si aquellos cedieron en condiciones límite, ¿cómo juzgar a quienes hoy se venden «por un plato de lentejas»? La traición de entonces era trágica; la de ahora, ni siquiera tiene estilo.
Así, en una época que se emborracha de palabras como «resistencia», «valores» o «memoria», Prada nos recuerda con crudeza que no hay heroicidad sin contradicción. Gregorio Marañón, Ortega, Pérez de Ayala… figuras que soñaron con una República plural y terminaron, algunos, en brazos del franquismo. No por vileza, sino porque los tiempos destruyen los proyectos limpios. «No tuvo conciencia de ser un traidor», dice Prada sobre Marañón, con una indulgencia que hoy parecería impensable. Nuestra cultura actual, sin embargo, exige coherencia total, adhesión permanente, pureza ideológica
Sin fisuras: es una inquisición disfrazada de progreso. En este contexto, los villanos de Mil ojos… no resultan más repulsivos que nuestros influencers del pensamiento, y sus héroes, cuando los hay, no llevan capa, sino barro. El propio Prada lo reconoce: «En el ser humano, por mucha intención que haya de ser malo, por más que se atrinchere y blinde para ser malo, se infiltra el bien». Una frase que revienta, de un plumazo, la narrativa contemporánea del bien absoluto contra el mal absoluto, tan cómoda como inverosímil.
Porque si algo retrata estas novelas es precisamente eso: la incomodidad. La de aceptar que el mal puede ser bello, que la traición puede ser razonable, que el héroe puede ser ridículo y el villano, entrañable. «El mal siempre tiene un componente ridículo… Ser como dioses es algo ridículo», dice Prada, desmontando incluso la tentación prometeica de nuestros tiempos. Vivimos, parece decirnos, en una era en la que ya no queremos ser humanos: queremos ser algo más. Más fluidos, más perfectos, más exitosos, más admirados. Pero en esa carrera nos despeñamos por el mismo abismo que sus personajes: el que confunde el deseo de redención con el de venganza.

Las lecciones incómodas del pasado para un presente descarriado. Y si el arte alguna vez fue refugio de lucidez, hoy se ha convertido en instrumento de domesticación. Prada lo lamenta sin rodeos: «El canon artístico me parece un disparate… Las vanguardias invalidaron lo anterior, como si las corrientes renovadoras fueran mejores que las precedentes».
Es una crítica al relato del progreso que impera en todas las disciplinas: el arte como evolución, la historia como curva ascendente, la moral como producto de última generación. Frente a eso, Prada propone una arqueología del alma, no un decorado de ideologías. Y por eso sus novelas, aunque ambientadas en otro siglo, molestan tanto. Porque no son retrospectivas: son diagnósticos. Son el bisturí que abre en canal una civilización que ha perdido el sentido del límite, del fracaso, de la consecuencia.
«El moderno se distingue por no aceptar las consecuencias de sus actos o de su vida», sentencia Prada. Y ahí, quizás, está el núcleo de su advertencia. Hoy disfrazamos decisiones personales de injusticias estructurales. Hoy reclamamos derechos sin asumir deberes. Hoy nos creemos víctimas porque no queremos reconocer que simplemente elegimos mal. En cambio, los personajes de De Prada, aunque turbios, lo aceptan: aceptan sus fracasos, sus miserias, su propia caída. No hay redención sin reconocimiento. Y no hay dignidad sin responsabilidad.
En un mundo donde los «raros» se han vuelto marca y los «malditos» son ya parte del sistema, De Prada invierte los signos: «Hoy se considera malditas a personas sistémicas que acatan las ideas circulantes… Maldito sería hoy lo contrario, alguien con una vida ordenada, padre de familia».
Es decir: el verdadero disidente ya no es el que se viste de escándalo, sino el que vive con principios. Ese, y no el histrión, es hoy el verdadero hereje. Por eso, Mil ojos esconde la noche y Cárcel de tinieblas no son sólo novelas históricas ni ejercicios de estilo: son actos de resistencia. No contra un sistema político, sino contra un modo de estar en el mundo. Contra la mentira estética, la complacencia moral, el sentimentalismo como refugio de cobardes. En una época que premia la impostura y castiga la verdad, estas novelas nos susurran o nos gritan desde el fondo del archivo, desde la página manuscrita, desde el rincón olvidado del alma humana: el pasado no ha muerto, simplemente ha cambiado de disfraz.
Las lecciones incómodas del pasado para un presente descarriado. Por Fernando Olmos