La poética del juguete resucitado
Una mirada al arte ensamblado de Renée Tay. En el cruce entre la memoria infantil y la alquimia escultórica, emerge la obra de Renée Tay como una declaración afectiva, estética y profundamente humana. Nacida en 1960 en San Diego, California, Tay ha tejido a lo largo de su vida un riquísimo tapiz de experiencias, desde el diseño de vestuario para la Ópera de San Diego y Broadway, hasta labores en el seno corporativo de Disney o la venta de arte folclórico internacional.
Su devenir artístico no es el producto de una formación institucionalizada, sino de una existencia vivida en constante diálogo con la creatividad, la nostalgia y la reconstrucción del imaginario.

Instalada actualmente en Point Loma junto a su pareja Tayloe, Tay vive rodeada por la brisa pacífica del océano, aunque su mirada se posa con frecuencia en objetos que parecieran haber naufragado en el tiempo: muñecas rotas, juguetes desgastados, animales de goma chirriante, teteras antropomórficas. A todos ellos les insufla una segunda vida en forma de esculturas ensambladas, expresiones que se debaten entre la ternura y la inquietud, entre la carcajada de un niño y el eco melancólico de lo que fue.
Una estética del afecto: ensamblar para recordar
Su proyecto más visible —y sin duda, más entrañable— es la serie de Vintage Toy Assemblage Sculptures, una exploración estética que trasciende el ensamblaje tradicional para posicionarse en un plano casi espiritual. Renée no sólo trabaja con juguetes antiguos; los redime.
Les ofrece una especie de salvación estética, elevándolos del olvido y otorgándoles una nueva oportunidad para ser contemplados, amados y preservados. Como si de un ritual de resurrección se tratase, cada pieza comienza con una recolección afectiva, muchas veces en contextos insólitos, como aquel vertedero en la bahía de Jamaica en Nueva York, que fue clausurado pero le ofreció a la artista los más «perfectos monstruos dormilones».

Resulta particularmente conmovedora la forma en que Tay narra su encuentro con aquellas muñecas marcadas por el tiempo y el afecto: «su cabello tal vez esté en un salvaje abandono, con un vestido descolorido y con un ojo nublado». En lugar de desecharlas, Tay las abraza —literal y simbólicamente—, reafirmando su valor afectivo. Las guarda, les habla, y las convierte en espejos donde se refleja su niño interior, sin vergüenza ni impostura, sino con una entrega total a la ternura.

De la chatarra al mito: la técnica como acto devocional
El proceso técnico que subyace a estas obras no es menos poético por su complejidad. Tay trabaja con materiales heterogéneos y los transforma mediante un laborioso proceso que incluye Apoxie Sculpt, capas sucesivas de yeso, pinturas, pátinas envejecidas y una cobertura de brillo que da la ilusión de porcelana. Lo industrial se convierte en mágico, lo descartado en reliquia. Cada escultura es el resultado de una meticulosa operación de cirugía estética, donde el juego es el bisturí y el amor, el anestésico.
Las series de Tay —como los Diablos Kewpie, los Robots con gatos, o las Fiestas del té de ballenas— no sólo deleitan por su ingenio iconográfico, sino que revelan una cosmovisión profundamente personal. Hay en ellas un lenguaje visual que es al mismo tiempo juguetón y subversivo. En su universo, los objetos tienen alma, los monstruos son dulces y los recuerdos se materializan en forma de sillones mágicos o hadas marinas.

Una mirada al arte ensamblado de Renée Tay. Una artista en comunión con la historia y la infancia
No debe extrañarnos entonces que desde 2009 Tay ocupe un puesto como Artista Residente en la Fiesta de Reyes del Parque Histórico Estatal de San Diego, donde su arte se encuentra en constante diálogo con la comunidad y con el pasado de la ciudad. Su obra no sólo representa una estética vintage revitalizada, sino una ética de la ternura, de la memoria como acto de resistencia frente al olvido.
Renée Tay nos recuerda que la infancia no es una etapa clausurada, sino un archivo en constante mutación; que lo roto no es sinónimo de desecho, sino de historia; y que en el ensamblaje hay más que técnica: hay amor, juego y un llamado a mirar el mundo con ojos menos cínicos. Su arte, a caballo entre el delirio fantástico y la restauración emocional, es una invitación al asombro. Y acaso eso sea, en última instancia, lo más valioso que puede ofrecer el arte contemporáneo.
Una mirada al arte ensamblado de Renée Tay. Por Mónica Cascanueces.