Recto por el recto: La Regla crítica. En el sueño fui un superhéroe con la extraordinaria capacidad para cambiar el color de mi figura según las circunstancias, para esconderme y pasar desapercibido. No necesitaba capa, ni pantys de colores, ni sujeta huevos de exterior, ni caperuzas, ni máscaras ni guantes, siquiera. No me hacía falta volar ni pegar saltos descomunales, no tenía una fuerza sorprendente, no provocaba incendios con la mirada, no soplaba huracanes, no rugía como un depravado y tampoco creaba escudos de protección.
Gracias a una increíble cantidad de receptores olfativos yo percibía la presencia de esas malditas mosquitas muertas. Las neuronas motoras de mi cerebro enviaban órdenes inmediatas que me agrandaban los ojos, los desplazaban hacia los laterales dotándome de una visión panorámica, los movían de forma independiente y alcanzaban una perspectiva de trescientos sesenta grados sin que existiera ni un puto punto ciego, y punto. Cuando detectaba a esos villanos que se camuflan con sonrisas complacientes, mis pupilas convergían y conseguían un enfoque estereoscópico sobrenatural.
Con una movilidad imperceptible para los humanos, me desplazaba hacia esas presas que tienen el superpoder de comportarse de manera sumisa en público pero que son dominantes en privado, esas de aparente inocencia que ocultan sus verdaderas intenciones, esas que van de víctimas porque son maltratadas por la sociedad y el infortunio, esas que no pegan palo al agua, esas que tienen el hambre de los cuentistas, esas de colmillos ocultos, esas que son menos fiables que un condón de rejilla y más falsas que su perfil de Facebook, esas que convierten sus sentimientos en un currículum vitae, esas que convierten la manipulación en una forma de vida y en su modus operandi existencial.
En el momento de máxima tensión, mi intestino delgado, de cien metros de longitud, se desprendía del estómago y se estrechaba para introducirse por el esófago, para atravesar la faringe y parapetarse en la boca, a la espera del momento preciso para el ataque. Y entonces, con una aceleración seiscientas veces superior a la gravedad terrestre, me lanzaba sobre ese malvado chupóptero que se cocina siempre en su propia sangre, le embadurnaba con mi saliva pegajosa y me lo traía arrastras para engullirlo en cuestión de dos milisegundos, sin entretenerme en el acto de masticar para no incentivar el asqueroso sabor a mierda que tienen esos canallas, sin dar tiempo a la aparición de náuseas y llevándolo lo más rápido posible hasta el esfínter de mi ano que era quien le indicaba su destino, recto por el recto.
Recto por el recto. La Regla Crítica: por Carlos Penas