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Las esculturas de la ternura de Clementine Bal

Las criaturas de Bal no gritan, susurran a través de sus formas redondeadas y suaves y, despliegan un lenguaje emocional que trasciende las palabras.

Las esculturas de la ternura de Clementine Bal. Nacida en París en 1979 y graduada de la prestigiosa École des Beaux-Arts, Clementine Bal es una escultora francesa cuya obra despliega una profunda sensibilidad hacia los vínculos esenciales entre la naturaleza y el espíritu humano.

Su universo escultórico, poblado de criaturas híbridas y paisajes animados, no solo revela una imaginación vívida, sino que también canaliza una reflexión íntima sobre las emociones humanas más puras y silenciosas. Cada pieza es una invitación a reconectar con la ternura, la empatía y la inocencia que muchas veces quedan relegadas en el ajetreo de la vida adulta.

Inspirada por figuras como Mark Ryden, Marion Peck y Hayao Miyazaki, Bal fusiona una estética refinada y sencilla con elementos del pop art y de la ilustración fantástica. El resultado es un mundo visual que parece salido de un sueño infantil: lleno de volcanes bebés que erupcionan colores, animales imaginarios, montañas que se abrazan entre sí, y fantasmas diminutos que, lejos de asustar, invitan al cobijo.

Esta extraña familiaridad es precisamente una de las fuerzas emocionales más potentes de su obra. El espectador no necesita comprender racionalmente sus formas; basta con sentirlas.

Las esculturas de la ternura de Clementine Bal. En su mundo no hay juicio ni estridencia, sino una constante búsqueda de conexión, una celebración del afecto sin filtros. Cada figura parece tener vida interior, como si viniera de un rincón secreto de la infancia donde todo era posible y el tiempo se medía en latidos, no en relojes.

Uno de los aspectos más destacados de su obra es cómo logra plasmar la esencia de los lazos humanos sin recurrir a la representación literal. No hay retratos, no hay escenas explícitas. En cambio, hay gestos mínimos: dos montañas inclinadas una hacia la otra como en un abrazo; un ser híbrido que sostiene suavemente a otro; una pequeña criatura sentada en silencio junto a otra, compartiendo su presencia. Son escenas que evocan la intimidad de una amistad verdadera, la complicidad de los vínculos familiares, la comunicación no verbal que ocurre entre seres que se entienden sin hablar.

Clementine Bal utiliza el volumen y el espacio para materializar esa sensación de “hogar emocional”. Sus esculturas crean un entorno donde el espectador puede detenerse, respirar, y sentir. No es un arte que se impone, sino que acompaña. Su aparente ingenuidad estética es una decisión consciente, cargada de intención: remitirnos a estados mentales donde la empatía, la fragilidad y el asombro eran moneda corriente.

En un mundo cada vez más dominado por la inmediatez, el ruido visual y la sobreestimulación, la propuesta de Bal funciona como un bálsamo. Sus esculturas son pequeños santuarios de silencio emocional. En ellas, la naturaleza no es un paisaje externo, sino una extensión del alma. Los elementos naturales —montañas, volcanes, animales— son figuras vivientes que dialogan con nuestras emociones internas. Y en ese diálogo, descubrimos que lo más esencial es también lo más simple: el cuidado, el afecto, la presencia compartida.

Su arte, aunque profundamente personal, habla en un idioma universal. No importa la cultura, la edad o la experiencia del espectador: todos hemos conocido ese tipo de conexión silenciosa que ella representa.

En ese sentido, su obra no es solo contemplativa, sino también transformadora. Nos invita a volver a mirar con los ojos del corazón, a recuperar la capacidad de asombrarnos con lo pequeño, a valorar lo no dicho.

Clementine Bal nos recuerda, a través de su escultura, que las emociones más poderosas no necesitan de grandes gestos. A veces, basta con estar. Con mirar. Con compartir un mismo espacio. Su obra no solo explora las relaciones humanas: las celebra, las protege, las honra.


Las esculturas de la ternura de Clementine Bal. Por Rose Sioux

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