Al contemplar sus ilustraciones, sentimos que nos hablan desde una época que nunca existió, pero que, sin embargo, reconocemos como propia. Gorey, siempre Gorey.
Edward Gorey «El maestro de lo macabro». No envejece. Más aún: rejuvenece con el tiempo, como si la posteridad fuera el lienzo natural de su genio. En cada reedición, en cada redescubrimiento, su universo se expande sin perder ni un ápice de su atmósfera inconfundible: elegante y grotesca, infantil pero sin inocencia, juguetona y fatalista.
Hay en su trazo y en su prosa —sutil, ácida, a veces brutal— una familiaridad desconcertante. Sus personajes, a menudo niños lánguidos, damas victorianas, caballeros desvaídos o gatos de sonrisa satánica, habitan escenarios donde la tragedia coquetea con el absurdo. Nos sitúan en un umbral: entre la risa nerviosa y el estremecimiento, entre el juego y la amenaza. Es una turbación delicada, como la que provoca un recuerdo de infancia que ha perdido su contexto, pero no su intensidad.

Edward Gorey «El maestro de lo macabro». Un estilo eterno para un mundo que no existe
La vigencia de Gorey no es fruto del azar ni del mero culto nostálgico. Se debe, más bien, a la consistencia de su mundo propio, a la coherencia obsesiva de su imaginario. En un presente sobresaturado de estímulos, su economía de líneas y palabras se revela extrañamente refrescante.
Nos devuelve al placer de lo sugerido, de lo no dicho. Cada trazo, cada sombra, cada pausa entre frases es un guiño al lector cómplice, un pacto tácito con el espectador que acepta entrar en un espacio donde las reglas narrativas se suspenden.

Desde su muerte en el año 2000, Gorey no ha hecho sino multiplicarse. Gracias al esmero de editoriales como Zorro Rojo en castellano y Angle en catalán, títulos imprescindibles como El huésped dudoso, El jardín maléfico o El ala oeste siguen reeditándose con esmero. No se trata de meros ejercicios editoriales: son actos de recuperación de una obra que nunca se fue, que siempre estuvo ahí, esperando nuestra atención.
Gorey al servicio de otros: ilustrador y alquimista
Más allá de sus obras en solitario, emerge ahora con renovado interés su labor como ilustrador para otros autores. Un corpus paralelo, menos conocido pero igual de fascinante, donde Gorey adapta su estilo sin perder su esencia. Las portadas que diseñó para clásicos de Conrad, Kafka, Gogol o Henry James, fácilmente rastreables hoy gracias a la devoción de sus seguidores digitales, nos muestran su capacidad para dialogar con otras voces literarias sin eclipsarlas, ampliándolas visualmente.

En esta línea de colaboraciones, destacan dos recientes joyas recuperadas. Por un lado, El libro de los gatos sensatos de la vieja Zarigüeya, donde Gorey se funde con los versos de T.S. Eliot en una simbiosis deliciosa. Los gatos aquí no son simples mascotas, sino entidades metafísicas, sarcásticas, conscientes de la farsa humana. La afinidad entre autor e ilustrador es evidente: ambos comparten la ironía, el gusto por la máscara y una veneración casi religiosa por lo felino.

Por otro lado, Tristán encoge, publicado originalmente en 1971 e ilustrado por Gorey para Florence Parry Heide, es un ejemplo magistral de cómo el arte de Gorey puede convivir con un relato de sensibilidad más luminosa. En manos del propio Gorey, el destino de Tristán —el niño que se encoge cada día— habría terminado en una nota macabra, digno de Los pequeños macabros.

Pero aquí, la ternura se abre paso entre la extravagancia. Como señala David Trueba en el prólogo, Tristán representa la paradoja de la infancia: un deseo de libertad que convive con la necesidad de amparo, de mirada que acompaña.

Legado y rareza: Gorey más allá del culto
Edward Gorey es, en última instancia, un autor de culto que ha trascendido el culto. Un demiurgo gráfico que convirtió lo siniestro en poético, y lo poético en perversamente adorable. Su obra es una prueba de que lo inclasificable perdura, de que la autenticidad encuentra siempre su público, aunque tarde.
Hoy, como ayer y como mañana, Gorey continúa encogiéndose en nuestra memoria para después reaparecer, más grande que nunca, en cada trazo suyo que nos mira desde la penumbra. Gorey, siempre Edward Gorey.
Edward Gorey «El maestro de lo macabro». Por Mónica Cascanueces.