Progresismo, conservadurismo, solo se trata de elegir el dogma que mejor combine con tu outfit.
Ideologías: «No pienso, sólo milito». La Real Academia Española —esa augusta institución que todavía cree que puede domesticar el lenguaje a golpe de diccionario— nos informa con gravedad que la ideología es un «conjunto de ideas fundamentales» que marcan el pensamiento de personas, colectivos y épocas.
Qué bonito suena, ¿verdad? Como si la ideología fuera un perfume que cada cual escoge con libre albedrío y no, como realmente es, un rebozado mental que nos enchufan en cuanto aprendemos a juntar dos palabras.
Lo cierto es que las ideologías tienen el elegante propósito de ayudarnos a entender la realidad… a condición de que no entendamos absolutamente nada. Desde Marx en adelante, sabemos que las ideologías no son simplemente opiniones respetables, sino cárceles del pensamiento, instaladas con la sutileza de un virus informático en nuestras mentes infantiles. Y ahí se quedan, garantizando que, en vez de pensar, simplemente ejecutemos un guion ya escrito.
Porque claro, el mundo es complicado, y nosotros somos perezosos. El cerebro humano, ese prodigio de la naturaleza que inventó la rueda, la filosofía y el reggaetón, necesita simplificar para no explotar de angustia existencial. Así que simplificamos. Y luego simplificamos la simplificación. Hasta convertir cualquier fenómeno social, político o económico en una viñeta de dos colores: los buenos (nosotros) y los malos (ellos).
La ignorancia no es delito, pero debería serlo.
Tversky y Kahneman, esos santos patronos del «no somos tan listos como creíamos«, ya demostraron que nuestro cerebro es un conjunto de sesgos disfrazados de pensamiento. El sesgo de representatividad, la disponibilidad, el anclaje… auténticas joyas de la estupidez automática. Pero no se preocupen: todo esto no es un fallo del sistema, sino su principal característica.
Las ideologías políticas, esas entelequias que nos dan licencia para odiar con la conciencia tranquila, beben directamente de esta fuente de autoengaño. Y lo hacen tan bien que no solo nos idiotizan: lo hacen de manera flexible y creativa, permitiendo que un mismo individuo pase de revolucionario incendiario a jubilado neoliberal sin despeinarse ni cuestionarse nada en el proceso.
Ideologías: «No pienso, sólo milito». Descubren vacuna contra el fanatismo, pero nadie quiere ponérsela.
Cuando la idiotez llega a niveles industriales, aparece el populismo: esa broma infinita en la que nos dejamos seducir por líderes carismáticos que simplifican la realidad hasta que cabe en un eslogan para camiseta. ¿La receta? Polarizar, agitar emociones, prometer soluciones mágicas y señalar enemigos imaginarios. Funciona como un reloj suizo… pero con la calidad de un reloj de feria.
¿Y qué decir de nuestra supuesta inmunidad ilustrada? De ilusos está lleno el mundo. Dan Kahan nos recuerda, con una crueldad casi británica, que ni siquiera la habilidad matemática nos salva del sesgo ideológico: cuando la política entra en escena, la lógica sale huyendo por la ventana. Cuanto más inteligentes creemos ser, más sofisticadas son nuestras justificaciones para seguir creyendo estupideces.
Por supuesto, cambiar de idea sería traicionar a nuestro rebaño ideológico, ese cálido abrazo que preferimos a la gélida intemperie del pensamiento independiente. ¿Reconocer un error? Antes muerto que desclasado. Mejor inventarse una teoría, una conspiración, o una reinterpretación creativa de los datos.
Así que sí, podemos estudiar mucho, especializarnos en economía, en ciencias políticas, en sociología… Y, sin embargo, seguir siendo tan crédulos como aquel que cree que el horóscopo es ciencia dura. Porque no basta con saber: hay que querer saber, y eso exige renunciar al placer culposo de creerse siempre en lo correcto.
Todo lo que no entiendes, llámalo «fascismo».
En definitiva, la ideología es el flotador que nos impide hundirnos en la angustiosa profundidad del «no sé». Es necesaria, claro, como también son necesarias las ruedas de entrenamiento en una bicicleta: útiles mientras no pretendamos ganar el Tour de Francia con ellas puestas. Pero que nadie se engañe: en política, la mayoría no va en bicicleta… va en triciclo, tocando el timbre como si fuera una trompeta de guerra.
Y así, entre una sarta de simplificaciones pueriles y autoengaños reconfortantes, seguimos bailando al son de nuestras ideologías, peleándonos por matices inexistentes, mientras los datos —esos miserables aguafiestas— nos observan desde la esquina, muertos de risa.
Ideologías: «No pienso, sólo milito». Leonardo Lee.