Figuras desnudas habitan bosques desvaídos. Rituales esotéricos transcurren sobre lechos de hojas silenciosas.
Dara Scully: «Déjame mirarte». Es una escritora y fotógrafa española que captura escenas oscuras y poéticas, situadas en el umbral entre el cuento de hadas y el mito. La muerte se manifiesta en forma de insectos, cuerpos yacentes y heridas sangrantes, mientras que el renacimiento ocurre cuando los pájaros escapan de sus jaulas abandonadas. Tan bellas y gráciles como sus imágenes es su biografía creativa, que revela su esencia silvana y literaria:
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«Criatura del bosque, chica de invierno. Me gustan los abedules y las hojas de álamo. En mi otra vida fui un ciervo blanco, un zorro o una golondrina. Nunca he volado. Bebo té con leche y mi palabra favorita es crisálida. Mi corazón pertenece a Chopin y mi cuerpo a los caballos, pero nunca he montado ninguno. Leo a Jaeggy, Nabokov, Duras y Müller. Leo porque me salva. […]
Si tuviera que elegir un sonido, diría: el viento sacudiendo las ramas de los árboles. O la lluvia. Siempre llevo vestidos y zapatos de hombre. Escribo desde los trece años. Tengo miedo de las polillas. Tengo seis lunares en mi pálido pecho.”
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El poder de fotógrafos conceptuales como Scully reside en su capacidad para contar historias en un solo encuadre.
Así como encapsula una experiencia sensorial completa en el párrafo anterior, cada una de sus fotografías es una narración comprimida, desbordante de significados ocultos y de una presencia emocional palpable: la inocencia de la juventud, el dolor del crecimiento, la tristeza de la muerte.
Mezclando la realidad con la ficción, Scully emplea símbolos de una sutileza poderosa—como los pájaros muertos—para transmitir su mensaje. Profundamente subjetivas, sus escenas ambiguas permiten al espectador impregnar cada imagen con su propio significado.
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Tengo las mejillas rojas de las muchachas saciadas. En la distancia, un hombre menciona a una mujer desconocida. Señala la plenitud de la carne, la blancura cremosa de los muslos. El deseo prolongado de tenerla. Un hombre, digo, al que conozco poco, un hombre que ha vivido una vida ordenada, hermosa en su sencillez. Imagina a la mujer con su cabello largo.
Con sus dedos agitados, turbios: la mano ordena al sexo que se muestre. Ella piensa en su mirada. No sobre en el sexo, en el cuerpo blanco, pleno, erizado ya por el deseo, sino más allá, una mirada de una lejanía impropia, tal vez nueva incluso para él. Lo imagina pensando en ella como en una mujer. En su día cotidiano, tranquilo, donde él la piensa a veces descuidadamente.
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Lo imagina allí, ella que tiene las mejillas saciadas, que ha sido atravesada limpiamente, lo imagina como niño o como planta, como hiedra que trepa por el muro de la casa. Sólo le interesa en ese estado alejado del deseo. Su vida de pasos suaves, la voz a veces alzada, diáfana, voz casi de mujer o de caricia.
Sólo entonces toma él forma ante sus ojos, toma nombre y temblor junto a su pecho. Le dice que se quede quieto. Déjame mirarte, le pide. Una súplica indolora. Un deseo diluido ya en el tiempo, casi mudo, pero que brota a veces como un río a sus espaldas. La baña. Me baña. Esta mujer desconocida que sólo existe en tu palabra. Por Dara Scully
Dara Scully: «Déjame mirarte». Por Mónica Cascanueces. Foto: Dara Scully.