Los ritmos de la sociedad actual obligan al ser humano a vivir pendiente del reloj, buscando optimizar cada minuto. Por eso, dedicar tiempo a elaborar un plato desde la lentitud y el esmero podría ser un antídoto contra la vorágine de la aceleración.
Elogio del fuego lento. La máxima de que «el tiempo es oro» ha acelerado los ritmos de la vida cotidiana hasta convertirla en una película cuyos fotogramas desaparecen incluso antes de haber cobrado nitidez. Hay que moverse rápido, trabajar rápido, hablar rápido y escuchar los audios de WhatsApp a doble velocidad.
En esta rueda de hámster es inevitable que haya cosas que se queden por el camino y la cocina esmerada a fuego lento y el propio acto del comer son algunos de los procesos más afectados por la celeridad.
A la cocina primero llegaron todo tipo de dispositivos tecnológicos que se infiltraron con la promesa de reducir a la mitad el tiempo que pasábamos delante de los fogones. Ahora, los servicios de comida a domicilio y el auge de las plataformas que llevan a la puerta una imitación de un plato casero ofrecen una sugerente propuesta en una sociedad que vive calculando el valor de cada segundo: si quieres, puedes colgar el delantal para siempre.
Es comprensible querer robarle unos minutos al día y buscar algo que haga más fácil la gestión doméstica. Sin embargo, la chef Alice Waters invita a reflexionar en su libro We Are What We Eat: A Slow Food Manifesto sobre si cambiando los pucheros por un clic en una aplicación no nos estaremos perdiendo algo esencial por el camino.
Waters, al igual que otros autores que han reflexionado sobre el tema como Leon Kass en Alma Hambrienta, asegura que «comemos como vivimos». La chef asegura que nuestro comportamiento se ha impregnado de lo que ella llama los «valores de la comida rápida»: conveniencia, uniformidad, rapidez, disponibilidad y la idea de que cuánto más mejor. Estos valores han creado una cultura que prioriza el resultado y la gratificación instantánea frente al proceso.
Así lo explica también Lamberto Maffei en Alabanza de la lentitud: «Pensamiento rápido y fast food están unidos armónicamente, porque el primero crea a la segunda que, a su vez, es una criada fiel del primero.
El cerebro rápido no calcula las consecuencias de sus actos porque el imperativo es no perder tiempo. La slow food es la forma tradicional de alimentarse, pero la fast food pertenece a la vida frenética de nuestro tiempo: tragarse una cosa cualquiera para volver al trabajo».
La persona queda así reducida a su faceta productiva y de consumidor y el acto de comer sería como poner a cargar una batería el tiempo justo y necesario para que el dispositivo pueda continuar con su trabajo.
Elogio del fuego lento. Para la chef Alice Waters, hemos incorporado los valores de la comida rápida: conveniencia, cantidad y rapidez
Tal como recoge Tim Wu en su artículo La tiranía de la practicidad: «El culto actual a la practicidad no reconoce que la dificultad sea una característica que conforma la experiencia humana. La practicidad es puro destino sin viaje.
Pero escalar una montaña es distinto de subir en el carrito hasta la cima, aunque llegues al mismo lugar». En esa línea, Waters advierte de los peligros de aplicar a la cocina la idea de que solo importa el destino y no el viaje:
«Todas las demás cualidades desaparecen. El placer no importa, la belleza no importa, el sabor no importa, el desperdicio resultante no importa. Creemos que la gratificación está en el producto final y corremos hacia la meta lo más rápido posible».
Y, por supuesto, esto también se traduce en un empeoramiento de la salud por la menor calidad de la alimentación. «El consumo rápido de comida se acompaña por lo general de un descenso de la calidad y, en los países desarrollados, del hiperconsumo», explica Maffei, que señala la relación de estas tendencias alimentarias con la obesidad, la diabetes, la hipercolesterolemia, la hipertensión y la predisposición a la demencia senil.
Kass también arremete contra esta manera de alimentarse por sus efectos perjudiciales en ámbitos intrínsecamente humanos: «Realmente, la fast food ahorra tiempo, satisface nuestras necesidades energéticas y procura una satisfacción casi instantánea.
Pero por eso mismo hace que surjan menos oportunidades para la conversación, la comunión y la apreciación estética; así se frustran los otros apetitos del alma». Frente a esto, Waters reivindica los valores de la cultura slow: la belleza, la simplicidad y el placer.
Este último punto es fundamental puesto que solo comprendiendo que el trabajo invertido en una actividad puede ser disfrutado y realizado con un sentido de propósito es cuando podremos entender que en la cocina a fuego lento se humaniza la vida.
En ella está la idea de que la persona es algo más que una máquina; de que uno no solo se sienta a la mesa para ingerir, sino también para compartir y crear familia; y que un caldo llevado a la cama de un enfermo consuela el cuerpo y el ánimo. En definitiva, preserva la conexión intrínseca que existe, según defiende Kass, entre el apetito del cuerpo y el apetito espiritual.
Elogio del fuego lento. Por Ana Zarzalejos Vicens.