La literatura especializada en la gestión política de los desastres naturales destaca dos patologías recurrentes: el cortoplacismo y la politización.
¿Antipolítica o ultrapolítica? Se dice que, cuando los dioses quieren destruir a una persona, no la matan, sino que la enloquecen. Pues, si quieren destruir a una sociedad, parece que lo que hacen es enviar un desastre natural, como la DANA de Valencia.
Al terrible y comprensible dolor de las víctimas se suma la horrenda e incomprensible locura colectiva de los políticos (y los pseudopolíticos de las redes sociales) y los medios (y pseudomedios) de comunicación.
A un lado (el flanco derecho), ha crecido la «antipolítica» que precede a los populismos como el humo al fuego, el Sols el Poble Salva al Poble. El relato simple de que los culpables son todos los políticos, sin distinción, cuando, en realidad, ha habido administraciones y responsables políticos que han actuado de forma correcta.
Al otro (el flanco izquierdo), ha surgido otra narrativa, esta vez contra las políticas «negacionistas» de la «derecha y la extrema derecha» (un pack que, para el Gobierno, es indivisible), cuando ha habido lagunas también en la gestión que cuelga del Ministerio para la Transición Ecológica. Es tramposo clamar contra quienes muestran reticencias hacia algunas medidas para frenar el cambio climático mientras se es responsable de la construcción de infraestructuras para proteger a la ciudadanía frente a las riadas.
Las inundaciones son un fenómeno consustancial al progreso de las civilizaciones, del antiguo Egipto, con las subidas del Nilo que transformaban millares de hectáreas en suelos fértiles, y la China imperial, a la huerta valenciana. Históricamente, hemos convivido, lidiado, tamizado las inundaciones súbitas y ese proceso de domesticación del agua lleva siglos entre nosotros, como señala el experto Jorge Olcina. La primera inundación bien documentada en España, de 1879, se llevó las vidas de más de 800 personas. Las reflexiones en torno a esta y otras riadas llevó a la creación de las Confederaciones Hidrográficas, un hito de la institucionalización de la gestión del agua, no solo a nivel español, sino también europeo.
Al mismo tiempo, nos recuerda Olcina, y esto sí lo hemos oído más en los medios de comunicación, lamentablemente experimentaremos más fenómenos como la DANA valenciana. Se calcula que, debido al calentamiento global, en Europa los daños por inundaciones fluviales se multiplicarán por seis en los próximos años y pasaremos de tener unas 170.000 personas afectadas en el continente cada año a tener más de 500.000. Mucha gente a proteger. Independientemente de las políticas para atajar el cambio climático, habrá pues que construir canalizaciones, proceder a la limpieza de las ramblas y conductos naturales del agua, e invertir en una planificación urbanística en zonas fuera de peligro inmediato. Según el Foro Económico de Davos, dos de los grandes retos de la humanidad esta década son la gestión del agua y los fenómenos atmosféricos extremos. Episodios como el de Valencia serán, desafortunadamente, más comunes en el planeta.
¿Antipolítica o ultrapolítica? Tras luchar contra la naturaleza física, a la comunidad valenciana le ha tocado combatir contra la naturaleza humana de los políticos
Para valorar la actuación de nuestros poderes públicos en la tragedia de Valencia, deberíamos preguntarnos: ¿qué hubieran hecho en otros países con una DANA idéntica? Y, frente a un fenómeno tan excepcional, no creo que exista una reacción ideal. Pero sí hay reacciones malas y, en particular, la literatura especializada en la gestión política de estos fenómenos destaca dos patologías recurrentes. Ambas han estado presentes en Valencia.
La primera es el cortoplacismo electoral de los dirigentes políticos. Está documentado que los votantes no suelen premiar las obras de protección civil contra desastres. Es una de las razones por las que las autoridades locales de Nueva Orleans, ciudad que es periódicamente sacudida por huracanes, no habían puesto en marcha los diques y protecciones que los ingenieros llevaban tiempo reclamando. Dado que un huracán con el poder devastador de Katrina solo golpea la ciudad cada muchas décadas, cada nueva administración local de Nueva Orleans pensaba lo mismo: ¿para qué voy a gastarme yo el dinero, que voy a estar cuatro, a lo sumo ocho años, si me conviene más hacer parques u otro tipo de medidas con más visibilidad para los electores? Está claro que, vistos los constantes rechazos de las administraciones, central y autonómica, para acometer obras en el barranco del Poyo, una variante de este argumento se puede aplicar a nuestro caso. Como mínimo, digamos que los políticos no entendieron las obras de acomodación del barranco a una eventual riada como una absoluta prioridad.
La segunda patología es la politización de la gestión de las emergencias. Otra de las razones de la desastrosa gestión del desastre natural del Katrina fue que al frente de la agencia federal de emergencias estaba un nombramiento político del presidente Bush, Michael Brown, cuya mayor experiencia de gestión previa fue la presidencia de la asociación del caballo árabe. Como es de imaginar, su actuación no estuvo a la altura. Y, de nuevo, en el caso de Valencia, con responsables políticos que se ausentaron en momentos clave o que desconocían el funcionamiento del sistema de alertas a la ciudadanía con los teléfonos móviles, parece que también hubo síntomas de este problema.
En conclusión, tras luchar contra la naturaleza física, a la comunidad valenciana le ha tocado combatir contra la naturaleza humana de los políticos. Eso no quiere decir que los expertos, o los militares, deban reemplazar a los representantes electos. Ni mucho menos. En una democracia, la responsabilidad última debe recaer en los políticos. Pero lo que no debe recaer en ellos es la responsabilidad primera, como enviar SMS o decidir dónde van las tropas de la UME. Nuestro problema no es que los militares y expertos sustituyen a los políticos, sino más bien lo contrario: nuestros políticos llevan demasiado tiempo sustituyendo a expertos y militares. La antipolítica es mala, pero lo que padecemos es lo contrario: la ultrapolítica.
¿Antipolítica o ultrapolítica? Por Víctor Lapuente