La población contemporánea vive hundida en –y raptada por– una depredadora vorágine de insulsez y superfluidad en la que no necesita prestar atención continuada y perseverante a nada en absoluto: el ‘scrolling’ infinito se ha convertido en nuestra manera acostumbrada de habitar el mundo.
Alimentar el misterio, mantener la atención. Durante los últimos años he rastreado en las aulas colegiales y universitarias un escalonado cuestionamiento por parte del estudiantado sobre el sentido de estar en el ámbito educativo.
Adolescentes y jóvenes se preguntan con creciente asiduidad cuál es la finalidad de tener que permanecer durante varias horas al día entre los muros de un edificio que, a menudo, sienten como una cárcel institucionalizada cuyo único cometido reside en una conspiración adulta para amargarlos y entristecerlos o, en el mejor de los casos, aunque igualmente tedioso y molesto para ellos, para convertirlos en futura y eficiente mano de obra.
Me atrevo a lanzar la hipótesis de que esta pérdida de sentido relacionada con los lugares de estudio, sean o no de estancia obligatoria, tiene todo que ver con la esclavizadora mengua de nuestra capacidad atencional, secuestrada y espoleada por la insidiosa cultura de una hiperestimulación normalizada.
En esto debemos mostrarnos contundentes: quien no quiere o no puede prestar atención –no solo en el ámbito académico, sino en cualquier registro de la vida–, tampoco puede tomar nada en serio. Y aún más preocupante: quien no se adueña de su atención tampoco puede considerar nada como realmente valioso.
Amamos a alguien porque no podemos dejar de prestar atención a quien amamos; leemos una novela porque no podemos dejar de prestar atención a lo que narra; investigamos sobre algún asunto porque no podemos dejar de prestar atención a aquello que nos despierta curiosidad.
Al contrario, la población contemporánea vive hundida en –y raptada por– una depredadora vorágine de insulsez y superfluidad en la que no necesita prestar atención continuada y perseverante a nada en absoluto: el scrolling infinito se ha convertido en nuestra manera acostumbrada de habitar el mundo, en la forma de eludir cualquier tipo de esfuerzo atencional.
Todo es igualmente intrascendente, todo es exactamente igual de nimio, trivial y vacío: vídeos de gatitos y bebés, de bailes coreográficos, de looks o de rutinas de skincare.
Esta manera de existir esconde calamitosas consecuencias emocionales, porque, piensan los chavales, «si nada tiene sentido porque todo pasa, porque todo es efímero y anodino, mi vida tampoco la tiene. Mi vida carece de sentido».
Este es el modo inconsciente de pensar, peligrosamente asentado, de muchos, muchísimos jóvenes. Por eso resulta muy urgente centrar la educación (en el ámbito escolar y universitario pero también en el contexto familiar) y la docencia en la reeducación de nuestro deseo, en (re)aprender y enseñar a saber dirigir nuestra voluntad. En crear nuevos hábitos. Nos hemos dejado despojar del control de nuestro deseo y, con ello, de nuestra capacidad para elegir, para decidir libremente.
Alimentar el misterio, mantener la atención. Es urgente reeducar nuestro deseo, (re)aprender y enseñar a saber dirigir nuestra voluntad
Por otro lado, esta oleada normativizada de residir en la esfera digital está sembrando una sensación generalizada de soledad y aislamiento que nos aflige, recluye y angustia.
Cuando nos hemos asentado definitiva y confortablemente en el universo digital, el pertinaz y trivial entretenimiento con el que domamos nuestra atención nos hace olvidar el espacio comunitario, en tanto que en nuestros teléfonos móviles todo responde a satisfacer un modo de vivir customizado, personalizado, que parece responder por entero a nuestras demandas, goces y exigencias.
Paradójicamente, nuestra libertad nos ha sido despojada en nombre de la libertad. Por tanto, el robo de nuestra atención está relacionado con un secuestro emocional: solo nos sentimos a salvo y cómodos en el fluir de la mecánica algorítmica, diseñado para que no podamos y, peor aún, no queramos salir de él.
En un texto de Simone Weil muy poco conocido (Estudio para una declaración de las obligaciones respecto al ser humano, de 1943), la filósofa francesa se refería a una realidad situada «fuera del mundo» pero que, a la vez, mora «en el centro del corazón humano» como una inalcanzable aspiración.
El contenido de dicha realidad es «la exigencia de un bien absoluto». Es de este ahínco incansable de donde «desciende a este mundo todo el bien susceptible de existir, toda belleza, toda verdad, toda justicia, toda legitimidad».
Son líneas que recuerdan mucho a lo defendido por Fichte en Algunas lecciones sobre el destino del sabio, de 1794, donde el pensador alemán aludía a la necesidad humana de actuar sin descanso a pesar de que por el camino se tope con la desidia, la mentira, la traición y, en general, con el mal.
La tarea del «continuo perfeccionamiento humano», sostenía Fichte, solo puede darse mientras decidamos perseverar libremente en los más altos valores racionales a pesar de las innumerables dificultades con las que tropezamos en nuestros trayectos vitales.
Solo mediante esa persistencia, tenaz y tozuda, podremos vencer nuestra «indolencia natural», que nos invita a abandonar lo mejor por lo peor solo porque lo primero cuesta más trabajo y esfuerzo. Conviene recordar aquí a Aristóteles (Ética a Nicómaco, Libro II, cap. VI): los caminos para hacer el mal son infinitos, pero difícil y ardua es la tarea de encontrar la vía para hacer el bien. Por eso, la virtud es un hábito electivo, una acción en la que se decide perseverar.
Weil dialoga con Aristóteles y Fichte y añade dos ingredientes fundamentales: si es verdad que deseamos no olvidar nuestros anhelos por lo bueno y por lo bello, si no queremos abandonar nuestras pretensiones de justicia y verdad, no basta con desarrollar un programa filosófico, un plan racional de despliegue de nuestros propósitos más altos y egregios.
No basta, si aterrizamos en nuestra realidad, con trazar deslumbrantes programaciones pedagógicas. Apuntaba Weil en el texto citado que «el único intermediario a través del cual el bien puede descender de esa realidad al entorno humano» lo constituyen quienes se atreven a dirigir «su atención y su amor» hacia tal pretensión. Atención y amor. Mirada erotizada. Mirada anhelante. En esta tarea, docentes y familias nos jugamos todo. Nos jugamos el presente y el futuro de muchas generaciones desprendidas de su capacidad atencional. Nos jugamos la vida. Porque la vida consiste en aprender a atender. En querer atender.
Además, la atención guarda relación con lo misterioso, con lo que no se deja escrutar o desenterrar a primera vista. El misterio es lo que nos permite continuar siendo cómplices de lo que se sustrae de lo evidente, de todo aquello que remite a un algo oculto que trasciende lo que tenemos ante nuestros ojos.
Las pantallas y la estimulación constante de nuestra atención nos ha despojado, a jóvenes y mayores, de esa potencia para poder mantener nuestra concentración en lo que se oculta tras lo que se manifiesta. Por eso, la prioridad de nuestro presente tendría que descansar sobre la necesidad de reflexionar en qué ha quedado trocado nuestro deseo y hacia qué metas nos lo están dirigiendo.
Como ya señalara en los años 90 Richard Sennett y recuerda hoy la socióloga Shoshana Zuboff, todo negocio consiste en la monopolización de los mercados conductuales, es decir, en el direccionamiento planificado de nuestro deseo.
La vida consiste en aprender a atender, en querer atender
¿Se ha transformado la reflexión libre y consciente en una prerrogativa de las corporaciones y las instituciones que pretenden dirigir nuestra conducta y nuestro deseo? Últimamente estuve en México, invitado para dar una serie de conferencias en un importante congreso jurídico –donde me encargaron hablar sobre los malestares contemporáneos y sobre la relación entre bienestar y legislación–.
En uno de los talleres que impartí, nada menos que una fiscal incidió en el hecho de que pensar se ha convertido en un privilegio; que pensar, incluso, es considerada una tarea de pobres y marginados que se ven obligados a buscar los medios de subsistencia, mientras que las gentes más pudientes pueden permanecer desocupadas frente a las pantallas de sus teléfonos sin más que hacer que matar el tiempo. Un tiempo que, a su vez, los mata, porque les pesa. Porque nos pesa si no nos mantenemos constante y violentamente entretenidos con lo banal, con lo hueco y fútil.
El tedio que surge al permanecer atiborrados de gratificaciones insidiosas y vacías (stories, reels, tiktoks) guarda una relación directa con nuestro estado de ánimo: intentamos encontrar en el entretenimiento vacuo pero angustiante lo que este mismo nos ha quitado y por lo que suspiramos, esto es, un lento –y atento– goce del mundo. Suprimimos el valioso tiempo de la espera, el tiempo de la dilación. El tiempo del misterio.
A pesar de estas constataciones, terribles, siempre defiendo y defenderé, junto con Simone Weil y su tesón por hacer de la atención (es decir, de la mirada atenta y erotizada, de la mirada enamorada, que presta atención al mundo), que quizá no podamos negar nuestro querer, nuestra voluntad, pero sí podemos elegir qué hacer con nuestros deseos.
Por todo ello, el problema radical detrás del hecho de pasar horas embaucados frente a una pantalla no es solo el entretenimiento superfluo al que nos exponemos, sino la creación de un tiempo vacío en el que el sujeto queda desligado de su capacidad de acción libre.
La adicción a las pantallas nos aleja de nosotros mismos, de la potencia del hacer.
No se trata de caer en un ingenuo neoludismo que reniegue de las tecnologías digitales; se trata de no caer siervos de ellas. Si delegamos definitivamente nuestra capacidad para pensar y desear en la monstruosa industria que pretende teledirigir nuestra conducta, también nuestra potencia para pensar habrá sido fagocitada por diversos intereses políticos y económicos
Alimentar el misterio, mantener la atención. Por Carlos Javier González Serrano