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La belleza del pensar

En un tiempo como el nuestro, en el que la belleza queda restringida al cultivo de la imagen, no existe nada más revolucionario que invocar la belleza del pensamiento.

La belleza del pensar. Hay algo inequívocamente bello en el acto y, además, cada vez que argumentamos, reflexionamos, indagamos o hablamos, lo hacemos conmovidos por el anuncio de una forma de belleza. La belleza está infravalorada. O, al menos, lo está en aquella antigua acepción que inauguraron los driegos en la que lo bello adquiere, de forma casi prioritaria, una connotación moral (aunque a veces también terrible).

Tal vez por ello, hablar de la belleza del pensar no es una novedad, sino que se trata, por más sorprendente que nos pueda parecer ahora, de uno de los tópicos más genuinos de nuestra tradición filosófica.

La belleza antigua y trágica de aquella Grecia guardaba una íntima relación con aquello a lo que aspiramos cada vez que, movidos por quién sabe qué clase de ánimo, nos atrevemos a pensar. El que piensa ama, y el que ama –aquí sí que nadie podrá sorprenderse– persigue el rastro de alguna forma de belleza. Para ser justos, los griegos nunca hablaron de la belleza. En un recurso lingüístico muy próximo al que podríamos realizar en castellano, optaron por hablar de «lo bello», sirviéndose de la forma neutra del adjetivo.

El término que emplearon fue tò kalón, un concepto de innegables connotaciones morales semejantes a las que hoy atribuiríamos a las cosas nobles. Aquel vocablo se tradujo al latín como pulchrum para, tiempo después, dar lugar al adjetivo bellum, lo que de forma explícita se emparenta ya con nuestra belleza.

Recordemos que hubo un tiempo en el que lo bello, lo bueno y verdadero eran una y la misma cosa, asegurando así una proximidad entre categorías estéticas, morales y epistémicas. Basta una mirada al mundo para comprobar que algo de aquello parece haberse perdido y, confieso, además, que siento una escasa empatía por quienes lo celebran.

De la belleza y el pensamiento pueden decirse muchas cosas, pero ninguna resulta tan evocadora como la que llevamos veinticinco siglos leyendo a Platón en su Teeteto: «El que piensa bellamente es una bella y excelente persona». Quien lo dijo no era un santo, ni un cursi, ni tan siquiera un poeta. 

El que sostuvo esta afirmación es una de las inteligencias más sobresalientes de la humanidad, y haríamos bien en respetar aquella intuición.

Sospecho, de hecho, que toda nuestra tradición filosófica cabe en esa frase y que la belleza del decir y del pensar (en griego resultan indistinguibles) inspiró casi todo lo valioso que hemos sido capaces de concebir desde entonces. No es poco.

Para algunos, estas palabras resultarán desmedidamente ambiciosas en un tiempo como el nuestro, en el que la belleza, en su condición cosmética y apariencial, queda restringida al cultivo de la imagen. Por este motivo, pocos gestos serían hoy más revolucionarios que invocar la belleza del pensamiento que nos siguen recordando los antiguos. Prolongando aquel influjo no solo habría algo inequívocamente bello en el acto de pensar, sino que cada vez que argumentamos, reflexionamos, indagamos o hablamos, lo hacemos conmovidos, en términos literales, por el anuncio de una forma de belleza.

Un neoplatónico ilustre como Lorenzo de Medici, como le gustaba recordarlo a Ortega, sostuvo que el amor no es más que un apetito de belleza.

Y es probable que, si examinamos con sinceridad el aserto, el estadista florentino estuviera en lo cierto. Agustín de Hipona diría incluso que la misión del artista –y la del filósofo no estaría lejos– no es otra que buscar y coleccionar vestigios de belleza en un mundo en el que lo bello, por propia condición, se encuentra fundamentalmente ausente. La realidad próxima e inmediata nunca es suficiente y, por eso, cada vez que pensamos emprendemos una búsqueda hacia algo que no existe y que, sin embargo, no podemos dejar de echar de menos.

«El que piensa ama, y el que ama persigue el rastro de alguna forma de belleza»

Es imposible pensar sin valentía, y todos coincidiríamos en que nunca somos tan valientes como cuando nos enamoramos. Lo siento por quien no haya estado alguna vez dispuesto a abandonarlo todo en un rapto amoroso, pues en ese todo caben, por supuesto, también nuestras certezas. Un pensamiento que merezca tal nombre exige siempre una dosis de arrojo y temeridad, y ese es el motivo por el que abundan las metáforas que emparentan el conocimiento, la tentación y el riesgo. Desde el Génesis hasta hoy. Kant, que retomó el sapere aude de Horacio, propuso abandonar las «andaderas», y Hannah Arendt subrayó la necesidad de pensar sin asideros en una apuesta que, siquiera inconscientemente, volvería a recordarnos las palabras de Platón. Hay muy pocas cosas en las que todas las grandes cabezas de la filosofía estarían de acuerdo, pero creo que la proximidad entre la belleza, la valentía y la propia acción de pensar sería una de ellas.

No hace falta que nos refugiemos en el mudo antiguo para reconstruir la huella de la verdad y la belleza. En una entrevista tardía, poco antes de su muerte, Michel Foucault alcanzó a bautizar la escritura filosófica como un bello peligro –le beau danger–reuniendo en el amor dos de los polos de atracción más irrenunciables para la naturaleza humana. La belleza tiene algo de esperanza y amenaza, y no lejos de aquella intuición todavía se reconocen distintas generaciones de pensadores.

Así, en términos muy semejantes se expresa hoy Remedios Zafra, quien señala que «en el gesto de escribir, hablar y compartir hay una belleza que excede la del pensar, me refiero –dice– a la belleza de crear contagio y pensamiento colectivo. Ahí se asume un riesgo, el de incomodar a una comunidad acostumbrada o resignada». El hábito y la conformidad son las coordenadas habituales de lo ya conocido, por lo que atreverse a pensar exigirá siempre poner un pie fuera de lo inmediatamente previsible. En un mundo atravesado por cámaras de eco y los sesgos cognitivos que imponen las redes sociales, parece cobrar vigencia el imperativo nietzscheano que recuerda que la misión del pensador es, sobre todo, resultar intempestivo. Pensar contra el tiempo o contra la circunstancia presente es una de las consignas más seductoras y la vez más complejas de la filosofía.

Remedios Zafra: «El riesgo habita siempre donde hay pensamiento que cuestione lo que nos viene dado como inamovible»

Esta intuición será retomada por Elizabeth Duval, para quien la belleza no es solo una condición o un señuelo para el pensamiento, sino el objeto mismo que se pone en riesgo cada vez que nos atrevemos a desafiar nuestras certezas: «Supongo que es por algo así por lo que un artista o pensador tiene que estar en desajuste con su época, que no es exactamente la misma sensación que sentirse atado al mundo de hace unos cuantos siglos o al mundo que vendrá después. Es, simplemente, no compartir un mismo horizonte de expectativas; en consecuencia, al no compartir ese horizonte, la definición que uno tiene de la belleza (y de lo buenos o bellos que sean los propios pensamientos) peligra y es vulnerable cada vez que se contrapone a la de los demás, y sobre todo a la que impera en una época dada o en una sociedad concreta».

El héroe, el mártir o el filósofo –la heroína, la mártir, la filósofa– comparten la misma vocación de trascendencia en la asunción de un peligro que pudiera incluso resultar mortal. De hecho, estarán de acuerdo conmigo, hay una belleza que es inherente a todo fracaso. El boxeador derrotado, el ángel caído o el combatiente abatido son imágenes que prueban la irremisible belleza del intento frustrado. Pero perdamos el miedo, pues por Sócrates sabemos que los verdaderos pensadores no le deben temer a la muerte: al otro lado de la vida, si hemos de creer al abuelo de todos los filósofos, podrían aguardarnos, por fin, algunas bellas verdades.

Hay algo más importante que cada uno de nosotros, e igual este es el motivo por el que Kierkegaard recordó que una causa por la que morir es, propiamente, la única y verdadera causa por la que valdría la pena vivir. La expresión «valer la pena» no es desde luego azarosa, y aunque el danés no la enunciara en tales términos, sí lo hizo, algún tiempo después, Albert Camus. Hablar de la vida como aquello que merece la pena es como reconocer que la condición penosa y doliente de nuestra existencia puede adquirir, ojalá por medio del pensamiento, algún valor que enmiende el daño.

Dónde y cómo pensar las condiciones contemporáneas del pensamiento son preguntas que no resultan sencillas de resolver, ya que ahora, puede que más que nunca, la reflexión y el diálogo parecen encontrarse fuera de lugar. La cuestión material del pensar y del decir nunca fue algo menor: también los tratadistas clásicos examinaron el ritmo, el tono y la manera en la que se enunciaron las verdades antiguas. De igual modo, las formas actuales de reflexión y comunicación se harían ininteligibles sin atender al arraigo material y performático de los nuevos soportes digitales. Así lo describe Alex Saum, profesora de la Universidad de Berkeley, quien encuentra una forma de «belleza no humana» en estos procesos. «El objeto digital es uno con un cuerpo muy material, compuesto por elementos físicos que ocupan un lugar concreto en el mundo, cuya experiencia, sin embargo, no remite a este cuerpo sino a su performance en otros cuerpos sobre los que parece materializarse mágicamente», advierte. En este sentido, el acontecimiento físico y tecnológico que alberga un proceso informático podrá replicar sus consecuencias prácticamente en cualquier parte.

La belleza del pensar. «Una de las cosas más ridículas de nuestra época es el afán con el que se nos invita a reflexionar sobre nosotros mismos y pensar el presente»

Esta deslocalización del pensamiento nos devuelve un concepto enormemente fecundo y también propio del mundo antiguo. En griego, el vocablo atopos servía para nombrar, en términos literales, lo que no tiene lugar, lo que está fuera del espacio, aquello imposible de incardinar. Lo atópico, sin embargo, era también lo maravilloso, lo absolutamente excepcional y, al mismo tiempo, lo disparatado o absurdo. Todos estos rasgos, puede que incluso por causa de su contradicción, resultan perfectamente conectables con el modo en el que se ejerce y se declina el pensamiento en un mundo contemporáneo en el que los entornos digitales nos procuran una insólita inflación opinativa.

En cualquier lugar, siempre y sobre cualquier objeto, podremos encontrar una opinión prevalente o disputada, pero siempre sometida al escrutinio de incontables observadores. La tentación de nuestra generación es sin duda el narcisismo. Puede que pocos periodos en la historia hayan resultado tan autorreferenciales como el actual. Allá donde miremos, todo se anuncia inminente, disruptivo o novedoso. Cada cambio aspira a convertirse en una revolución y en cada gesto ambicionamos no solo ser los primeros sino, aún peor, a ser irrepetibles. Una de las cosas más ridículas de nuestra época es el afán autofágico en el que, con puntual insistencia, se nos invita a reflexionar sobre nosotros mismos, subrayando no ya la conveniencia, sino una imperativa urgencia para «pensar el presente». Nosotros, siempre nosotros.

Es probable que, después de todo, no seamos tan novedosos, ni tan dignos, ni tan importantes como para volver a pensarnos de nuevo. Una de las estrategias más clásicas del pensamiento sugiere la necesidad de salir de sí para ganar una lucidez distinta y mayor de la que nos procura el encierro en la peor versión de nosotros mismos. Tal fue el reto de Ulises, y tal fue también el afán de Sócrates y el de cualquiera que se haya expuesto al bello y sano riesgo de perderse. A perderse, desde luego, a partir de la desorientación forzosa que nos impone la puesta en cuestión de nuestras más íntimas certezas. Pero a perdernos, sobre todo, en la bella y valiente esperanza de ganar algo distinto y, ojalá, mejor de lo que somos.


La belleza del pensar. Por Diego S. Garrocho / Ilustración: Carla Lucena / Gif: Valeria Cafagna

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