El péndulo de Foucault es una novela escrita por un pedante semiólogo fácil de caricaturizar llamado Umberto Eco que había influido en mi mente de muchas e insospechadas maneras.
Me suele dar vergüenza confesar que El Péndulo de Foucault, de Umberto Eco, es uno de mis libros favoritos. Cuando surge el tema en una conversación, la reacción de mis interlocutores suele oscilar entre la incredulidad, el tedio o esa inconfundible mirada esquinada que, si pudieran subtitularse las miradas, se traduciría en “vaya, he ido a topar con un snob/pedante/ gafapasta”.
Pero a veces la reacción es otra: un brillo fugaz de reconocimiento y la leve sonrisa del que comprueba que no está loco, o al menos que hay método en su locura. Y en ese momento me siento tentado de ofrecer a esa persona el apretón de manos secreto que me acredita como fan de El Péndulo de Foucault, sólo para recordar segundos más tarde que ese saludo masónico concreto tendría que inventármelo.
Leí por primera vez El Péndulo con 15 ó 16 años, y por supuesto no me enteré de la mitad ni pillé la mitad de referencias, guiños y menciones.
Sin embargo, quedé inmediatamente fascinado, no sé si como quien contempla un cuadro de Rothko sin acabar de entenderlo o como el proverbial cervatillo deslumbrado por los faros de un coche.
Lo he releído unas cuantas veces a lo largo de los años (la última, hará unas semanas para escribir este artículo) y me he ido dando cuenta de que esta novela escrita por un pedante semiólogo fácil de caricaturizar había influido en mi mente adolescente de muchas e insospechadas maneras.
El argumento en sí se explica en un breve párrafo: tres intelectuales snobs llamados Belbo, Casaubon y Diotallevi inventan para divertirse un supuesto Plan de los templarios (con la intervención posterior de jesuitas, rosacruces y demás sociedades secretas) para dominar el mundo gracias a un uso creativo de las corrientes telúricas subterráneas.
Desgraciadamente el Plan se les va de las manos cuando un erudito hermetista llamado Agliè, presunta encarnación del legendario conde de Saint-Germain, se toma su juego en serio.
Apuesto a que al leer este resumen algún lector habrá levantado las cejas, exasperado, pensando: «¿otra vez las puñeteras conspiraciones templarias?». Ay, cuánto daño han hecho Dan Brown y los mil imitadores baratos que siguieron su estela.
Mi reacción inicial al leer El código Da Vinci (ese libro radiactivo) fue pensar algo como “¿pero esta mierda no es una versión de uno de los capítulos de El Péndulo?”
Con razón me sonaba: toda la teoría sobre María Magdalena, el Santo Grial y el secreto de Rennes-le-Chateau aparece en el capítulo 65 de El Péndulo junto a la fuente de la historia, The Holy Blood and the Holy Grail.
La reacción de Eco fue graciosa: “¡Dan Brown es un personaje de El Péndulo de Foucault! Yo lo inventé. Comparte las obsesiones de mis personajes —la conspiración mundial de rosacruces, masones y jesuitas. El papel de los templarios. El secreto hermético. El principio de que todo está conectado. ¡Sospecho que Dan Brown ni siquiera existe!”.
La novela es en su origen una deconstrucción, una burla y una crítica feroz de las teorías de la conspiración, las supercherías ocultistas y el espiritualismo New Age mal entendido, pero lo que el autor consigue (conscientemente o no) es mucho más que eso.
Trata a los blancos de sus burlas con ternura y un cierto cariño, presentándolas como víctimas desvalidas de algún enorme error universal. O, como dice Casaubon hablando de su estudio sobre los templarios: “hasta el que hace una tesis sobre la sífilis acaba enamorándose de la espiroqueta pálida”.
Vale, muy bien, pero ¿por qué me enamoré yo de la espiroqueta pálida sin haber escrito ninguna tesis sobre Eco?
Todo lo que realmente necesito saber ya lo sabía antes de saberlo
“Pero sabed que estamos todos de acuerdo, digamos lo que digamos”, Turba Philosophorum
Leyendo El Péndulo aprendí a distinguir dos extremos tanto de la femineidad como de la vida en pareja, representados por los personajes de Lorenza Pellegrini y Lia. La primera es el epítome de la mujer fatal, volcánica, apasionada y tan volátil e impredecible como un cóctel de dinitrotolueno.
Una mujer a la que es fácil amar y aborrecer, generalmente al mismo tiempo, como en mi verso preferido de Catulo: “Odio y amo. Por qué, quizá te preguntes. Lo ignoro, pero así me siento y me torturo”.
Con Lorenza aprendí uno de los mejores y más desconcertantes piropos que he leído, una cita de los manuscritos gnósticos del Nag Hammadi: “Porque yo soy la primera y la última. Yo soy la honrada y la odiada. Yo soy la prostituta y la santa”.
Por su parte, Lia es el amor profundo y nutricio, procedente de las afinidades electivas, intereses comunes y un respeto mutuo tanto intelectual como sexual. También representa la victoria de la sensatez constructiva sobre la superchería y las gilipolleces, como demuestra en su lapidario análisis del Plan templario hacia el final del libro.
Desde que leí El Péndulo no he podido evitar clasificar a las mujeres con las que he tenido relación como Lorenzas, Lias o una fusión de ambas.
Leyendo El Péndulo descubrí la Cábala y su Árbol de la Vida, un mapa místico de del alma humana y del Universo que resume elegantemente cómo funciona el mundo.
Se representa distribuido en diez esferas (o sefirah) que simbolizan los diferentes aspectos de la creación (sentimiento, lógica, imaginación…), y veintidós caminos, uno por cada carta del Tarot, que las unen y relacionan.
Las esferas más elevadas son las más espirituales («más cercanas a Dios»), mientras que las inferiores son mundanas y materiales.
Tendría que escribir un artículo entero para hablar de cómo la Cábala aparece en las enseñanzas del Tarot de Jodoroswky o en Promethea, el cómic más alucinado de Alan Moore.
Ahora sólo comentaré que mi interés por la Cábala no es tanto espiritual o mágico-folklórico (Madonna con su brazalete rojo de cabalista) sino psicológico-mental, lo que Alan Moore llamaría mágico: la comprensión de cómo la mente humana está formada por arquetipos que luchan entre sí como dioses griegos en miniatura.
Leyendo El Péndulo empecé a incubar un potente virus: la pasión por la extraña dialéctica entre conspiranoia y anticonspiranoia, sobre la que ya escribí hace tiempo en Jot Down.
Para cada suceso mínimamente complejo existe una explicación errónea y fácil de entender, pero no siempre resulta fácil justificar dónde reside el error… y es un buen pasatiempo tratar de localizarlo. No me basta saber que la Tierra es vagamente esférica: es mucha mejor gimnasia mental convencer de ello a un miembro de la Flat Earth Society.
Además, la vida se vuelve mucho más interesante si se mantiene la mente abierta a lo imposible. O, por citar al siempre sarcástico Nicanor Parra: “EL MUNDO ES LO QUE ES / y no lo que un hijo de puta llamado Einstein / dice que es”.
Al caer un rayo sobre el avión de Hollande cuando se dirigía a su primera reunión con Angela Merkel, mi primera reacción fue pasarme por los foros conspiranoicos que acostumbro a visitar para ver cuánto tardaban en afirmar que había sido un aviso de las élites económicas.
Las explicaciones conspiranoicas suelen ser más hermosas que la prosaica realidad; imaginar a Merkel como una Zeus teutona, apretando un botón del HAARP para lanzar un rayo sobre Hollande, es bastante más visual que repasar el parte meteorológico de París.
Citando un fragmento del libro: “Los desastres bursátiles se producen porque cada uno adopta una decisión equivocada, y la suma de todas ellas crea el pánico. Después el que no tiene nervios de acero se pregunta: ‘¿Quién ha urdido esta conspiración? ¿A quién beneficia?’
Y pobre del que no logre descubrir un enemigo que haya conspirado, porque se siente culpable”. Y, sin embargo, por absurda que parezca cualquier conspiranoia al primer vistazo, puede encontrarse en ella un núcleo de verdad, aunque sea en forma de metáfora o arquetipo.
El perturbado David Icke sostiene que el mundo está regido por un grupo de poderosos extraterrestres reptilianos camuflados como humanos, un poco como en la serie V. Entre ellos estarían Obama, Bush, la Reina de Inglaterra y (¡cuidadín!) Juan Carlos I de Borbón y Ganímedes.
Sin embargo, la sonrisa se te hiela en la cara al leer sobre la abundancia de psicópatas en altos cargos de las grandes corporaciones y organismos económicos. O, dicho de otro modo, no hace falta que la Cámara de los Lores española esté compuesta por reptilianos para preocuparse de qué hilos mueven y cómo.
El Plan templario inventado por los protagonistas de El Péndulo funciona como suelen hacerlo las conspiranoias: relacionando hechos independientes mediante cortocircuitos lógicos, saltando irracionalmente (algunos dirían intuitivamente) de un suceso histórico a otro, introduciendo titiriteros en la sombra que controlan la evolución de cada país.
Una resbaladiza pendiente que arrastra a los protagonistas hasta la locura. Según cuenta Eco en Confesiones de un joven novelista, el nombre de Casaubon está tomado del erudito del siglo XVII Isaac Casaubon, que demostró en 1614 que el Corpus Hermeticum, un conjunto de tratados esotéricos supuestamente aparecidos en la época de Moisés, eran más bien una impostura escrita en el siglo II a.C.
Pues bien: tras su trip conspiranoico Casaubon aprende algo en los últimos capítulos del libro, una enseñanza crucial y cargada de melancolía por la que pagará un altísimo precio. No la revelaré aquí en detalle, pero tiene que ver con la auténtica y resignada comprensión del mundo material en que vivimos. O, en otras palabras: «Hay que joderse».
Todo lo que realmente necesito saber es inmoral, ilegal o engorda
“El diablo está en los detalles”. Refrán popular
Hará unos seis o siete años conocí a una chica llamada Baudolina (o más bien apodada Baudolina, aclaro por si fuera necesario) que utilizaba El Péndulo de Foucault de forma casi oracular. Es decir, abría el libro por una página al azar y leía lo que ahí apareciera, aplicándolo en una especie de bibliomancia a lo que fuera que la tuviera ocupada en ese momento.
No sé si llegaré a tanto, pero sí comentaré aquí qué puede aprenderse de algunos capítulos de El Péndulo, o al menos qué poso dejaron en mi impresionable mente adolescente.
Leyendo el capítulo 1 de El Péndulo aprendí que a veces el autor de un libro dificulta la entrada de los lectores a su novela como un juego, un reto, una declaración de intenciones.
Eco declaró en una entrevista que las primeras cincuenta páginas de El Nombre de la Rosa eran voluntariamente espesas y difíciles, para enseñar al lector a respirar antes de llevárselo de escalada.
En el primer capítulo de El Péndulo consigue un efecto similar con la magnífica cita que abre el libro; magnífica por ser ininteligible al estar escrita en alfabeto hebreo.
Apliqué de forma algo oblicua lo aprendido al presentar a los quince años un trabajo de Religión en mi colegio.
Al encontrar en el Word Perfect un tipo de letra hebreo, puse de inmediato en la portada del trabajo una presunta cita hebrea cuyo contenido era, en realidad, algo como “vaya gilipollez estoy escribiendo para la recua de subnormales que tengo por profesores”.
Leyendo el capítulo 3 de El Péndulo aprendí, a través de los files de Belbo (protegidos por cierto con la mejor contraseña de la historia) a dejar vagar la mente ante la página en blanco, asociando ideas y escribiendo textos que nunca verán la luz y que por ello mismo son más libres que los pensados para su publicación.
Durante la novela contemplé fascinado la renuncia aparente de Belbo a la escritura en favor de la lectura: “ya que no puedo ser protagonista, seré al menos un espectador inteligente”. Imposible no ver aquí un eco del Bolaño que dijo: “Mejor sería que dejaran de escribir y se pusieran a leer. Mucho mejor leer”.
Leyendo el capítulo 10 de El Péndulo aprendí a diferenciar los cretinos de los imbéciles, los estúpidos y los locos. No repetiré aquí los detalles: baste decir que los cretinos son inofensivos, los imbéciles abundantes, los estúpidos insidiosos y los locos muy divertidos.
Leyendo el capítulo 20 de El Péndulo oí hablar por primera vez de Fulcanelli, el alquimista francés que analizó la simbología oculta de las catedrales y los significados místicos de sus medidas.
Supongo que este capítulo impactó más a mi amigo Luis G. F., que leyó cuando teníamos diecisiete años El Péndulo, impulsado por mi entusiasmo. Nuestro profesor de dibujo técnico nos había encargado como proyecto de final de curso las proyecciones diédricas e isométricas de cualquier objeto elegido libremente.
Una silla, una taza, un reloj… Mi alucinado amigo dibujó una puñetera catedral. Un trabajo soberbio, de matrícula de honor, con un diseño de planta y fachada siguiendo las medidas místico-alquímicas de Fulcanelli.
En aquella época yo era muy competitivo y un poco imbécil (ahora soy imbécil a secas), así que tratando de superarle en espectacularidad diseñé una especie de montaña rusa, aprovechando que se acababa de inaugurar el Dragon Khan de Port Aventura.
Mi Josep Khan fue apodado “la montaña rusa del no retorno”: debido a una serie de estúpidos errores de cálculo y escala, el diseño garantizaba la muerte de todos y cada uno de los pasajeros, convertidos en una sanguinolenta papilla al padecer nosecuántos ges de aceleración ya en la primera bajada. Y ni siquiera le di a mi montaña asesina proporciones místicas fulcanellianas.
“Iba a ponerte un cuatro, pero al final te he puntuado con un seis porque me he reído mucho”, resumió mi profesor, de lo que saqué otra enseñanza: si no puedes vencer a tus enemigos, confúndelos y al menos nos echamos todos unas risas.
Leyendo el capítulo 33 de El Péndulo me fascinó el mundo del candomblé afrobrasileño, sus bailes rituales desenfrenados y posesiones ultraterrenas. A mucha gente le parecen prescindibles los capítulos brasileños de El Péndulo, pero a mí me apasionaron, y me hizo gracia encontrarme años después con el ensayo ¿De parte de quién están los orixá? en el recopilatorio de Eco La estrategia de la ilusión.
Leyendo el capítulo 34 de El Péndulo aprendí que el secreto de los flipper (o «máquinas del millón») reside en su naturaleza profundamente sexual. En realidad a un flipper no se juega con las manos sino con el pubis: sutiles movimientos de cadera que excitan e hipnotizan a la bola de acero para que permanezca en la parte superior de la máquina, donde se hacen más puntos.
Empujones púbicos lo suficientemente potentes como para afectar al movimiento de la bola pero no tan bruscos como para que la máquina haga tilt… Qué forma tan fantástica de presentar la arrolladora sensualidad de Lorenza Pellegrini: a través de los ojos alucinados de un Belbo que se enamora al verla triunfar sobre la máquina. “La amazona debe enloquecer al flipper y gozar de antemano de que después lo abandonará”.
Leyendo el capítulo 39 de El Péndulo aprendí qué implica ser un AAF, un Autor Autofinanciado que se deja engañar por los cantos de sirena de una editorial poco escrupulosa que le vende sueños de gloria. Poco a poco, le arrancará cheques y más cheques en concepto de gastos de edición cada vez más metafísicos, violando así la ley de Yog, que dicta que el dinero debe siempre fluir hacia el escritor.
El editor Garamond, jefe de los tres protagonistas y una especie de vendedor de crecepelos literario, regenta una de estas vanity press en paralelo a su editorial seria.
La descripción de sus trucos para sacar dinero a los autores resulta divertidísima y a la vez estremecedora, un buen aviso para cualquiera que desee ver publicado un libro propio.
Leyendo el capítulo 46 de El Péndulo me divertí con las peleas pueriles entre satanistas, luciferinos y ocultistas de diversa laya. Eco parodia sin piedad y de forma muy graciosa estas sociedades satánicas a lo Aleister Crowley, pero lo hace con ese cariño del que hablaba al principio del artículo y que me despertó un gran interés por Thelema, TOPY y similares.
Hace poco cayó en mis manos Allá abajo (Là-Bas), novela de Huysmans homenajeada de modo algo oblicuo en el Nocturno de Chile de mi amado Bolaño.
Y para mi sorpresa me encontré con que El Péndulo compartía con Là-Bas muchas similitudes, tanto argumentales (un intelectual que se adentra en el submundo de las misas negras) como en el estilo adoptado en el clímax de ambas novelas.
Leyendo el capítulo 48 de El Péndulo aprendí que a partir de las medidas de cualquier edificación, sea una pirámide o un quiosco de periódicos, pueden extraerse proporciones y datos en el fondo irrelevantes, pero que pronunciados con aplomo pueden sonar profundos y significativos.
Algo como: “¿sabías que multiplicando la altura de la pirámide de Micerinos por diez elevando a cinco se obtiene exactamente el radio de la Tierra?”, con el añadido opcional de “con una precisión imposible para las herramientas de la época” si se siente uno aventurado.
Por supuesto este tipo de cálculos y el tratamiento místico-esotérico que le dan a las cifras son tonterías, pero permiten jugar con los números y despertar una cierta pasión por las matemáticas como argamasa oculta del mundo.
O eso me ocurrió a mí, al menos, cortocircuitos esotéricos aparte. Quien quiera un ejemplo recién salido del horno de este tipo de juegos absurdos con los números, puede encontrarlo aquí: todo un señor arquitecto haciendo malabares con las medidas para concluir, por ejemplo, que la suma en codos reales de la superficie, el volumen y el perímetro de la Gran Pirámide da un múltiplo de 888. ¿Y por qué es significativo el 888? Y por qué no, viene a concluir, es un número bonito.
Leyendo el capítulo 49 de El Péndulo aprendí el concepto de caballería espiritual: lazos procedentes de experiencias o profundos intereses compartidos que se extienden de forma más profunda y significativa que los políticos, laborales o ideológicos.
Un cierto respeto o reconocimiento gracias al que me puedo sentir cercano a un apasionado por el shibari o un fan de Nobuyoshi Araki, aunque estuviéramos en extremos opuestos del espectro político.
Leyendo el capítulo 51 de El Péndulo aprendí la magnífica expresión piamontesa ma gavte la nata («quítate el tapón»), utilizada para referirse a quien está tan hinchado y pagado de sí mismo que parece que lleve un tapón en el culo… Sería necesario que se quitase ese objeto del esfínter para desinflarse y que se le pase la tontería.
Leyendo el capítulo 61 de El Péndulo quedé fascinado por la actitud de antropólogo que adopta Agliè ante las mitologías ocultistas y las expresiones populares de la fe: “un escepcicismo hermético, un cinismo litúrgico, ese descreimiento superior que le permitía reconocer la dignidad de cada superstición que despreciase”.
De esa visión he heredado la afición a entresacar algo constructivo incluso de los libros o películas más infames o de las creencias más manifiestamente absurdas, y que sin embargo pueden leerse como el anhelo o la materialización torpe de una idea más profunda.
Una actitud ante la religión y la superstición más cercana a la curiosidad educadamente escéptica que al ataque frontal desmitificador.
Leyendo los muchos capítulos correspondientes al Plan en El Péndulo me fascinó el enorme número de miguitas de pan que deja dispersas para que el lector curioso investigue lo que le haga tilín, sean los Protocolos de los Sabios de Sión, la temible Okrana (la policía secreta zarista), la criptografía de Tritemio o la historia de los subterráneos de París.
Leyendo el terrorífico capítulo 116 de El Péndulo aprendí a mirar la Torre Eiffel no con los ojos del turista sino con los del paranoico alucinado que ve en su estructura metálica un siniestro clavijero acumulador de corrientes telúricas, un Stonhenge Industrial cargado de energía siniestra…
Y evidentemente no es que crea de verdad que la Torre Eiffel alberga malas vibraciones místicas, sino que me divierte el ejercicio de mirar de forma diferente objetos, lugares o incluso personas que tenemos demasiado presentes, domesticados, convertidos en clichés.
Lo mismo ocurre con el propio péndulo de Foucault: ya no puedo verlo en el Cosmocaixa o en el parisino Conservatoire des Arts et Metiers (donde transcurre parte de la novela) sin quedarme sobrecogido e intimidado por «su isócrona majestad».
Y para concluir: leyendo el hermosísimo capítulo 119 de El Péndulo comprendí que en toda vida existe al menos un momento único e irrepetible, una Ocasión, un instante de iluminación personal que le da significado. O, como decía Wilde, «podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante». Un minuto de perfección amorosa, intelectual o mística, un momento de eternidad prometido por el vaivén del péndulo, un satori que deberíamos saber aprovechar.
Todo lo que necesito saber lo aprendí leyendo «El péndulo de Foucault». Por Josep Lapidario