La banalidad del mal, ese concepto que afirma que personas capaces de cometer grandes males o atrocidades pueden ser gente aparente y perfectamente «normal».
Hannah Arendt, destripando el mal. Es una de las figuras más importantes del pensamiento político del siglo XX. A la filósofa que no quería que la llamaran filósofa, la filosofía la atrapó en la adolescencia.
Además reflexionó acerca del totalitarismo, el holocausto y las circunstancias que pueden llevar a un ser humano «normal» a cometer atrocidades, y dejó para la historia su teoría de la banalidad del mal. Ella lo sintió de cerca: era judía, huyó de Alemania y de un campo de concentración en Francia, y fue testigo del juicio contra uno de los responsables del exterminio. La vida y sus paradojas hicieron que años atrás se enamorara del que llegó a ser el «filósofo del nazismo».
Cuando el 11 de abril de 1961 comenzó el juicio en Jerusalén (Israel) contra Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS nazis y principal responsable de las deportaciones masivas que acabaron con la vida de más de 6 millones de judíos –y provocaron 15 millones de víctimas si sumamos los que sobrevivieron pero sufrieron el infierno de los campos de exterminio–, el interés y la expectación eran máximos. Por todo.
Por la magnitud del delito, por la inmensa crudeza y gravedad de los crímenes, por el secuestro previo de Eichmann por parte de los israelíes, el 11 de mayo de 1960, en Argentina, donde vivía bajo la identidad falsa de Ricardo Klement. «Ich bin Adolf Eichmann», yo soy Adolf Eichmann, les dijo a sus captores. Lo retuvieron durante nueve días, lo drogaron y lo deportaron saltándose las leyes. Tenía dos opciones: morir o ser juzgado en Jerusalén. Y tuvo las dos: primero el juicio, en el que fue sentenciado a la horca, y así murió el 31 de mayo de 1962, en Tel Aviv.
La banalidad del mal
En aquella primavera de 1961 en Israel, con Eichmann sentado ante el juez, estaba Hannah Arendt, siguiendo el proceso como corresponsal de la revista estadounidense The New Yorker.
Y allí surgió su banalidad del mal, imprescindible en la historia del pensamiento, en su relato sobre el juicio y la personalidad del acusado que luego acabaría adoptando forma de libro: Eichmann en Jerusalén, al que puso el subtítulo de Sobre la banalidad del mal.
La banalidad del mal, ese concepto que afirma que personas capaces de cometer grandes males o atrocidades pueden ser gente aparente y perfectamente «normal». ¿No nos suena? ¿No nos parece un pensamiento muy vivo, cada vez que aparece un asesino, un maltratador, un violador en las noticias y oímos a sus vecinos diciendo eso de «es increíble, era una persona normal, ¡¿quién lo iba a decir?!».
Pensemos, pues, en esas personas «normales» capaces de cometer actos atroces. Y, ya puestos, pensemos más. Pensemos en las personas que no se consideran culpables de forma individual de un mal colectivo, aunque hayan participado o formado parte de alguna manera en él, que piensan que sus actos son solo un insignificante grano de arena, que únicamente obedecen y ejecutan los planes trazados por «los de arriba». Pensemos en los que se ven a sí mismos como un mínimo eslabón sin poder de decisión y, por tanto, sin responsabilidad en una cadena mucho mayor en la que hay otros por encima que son los que deben rendir cuentas y dar explicaciones. Y ahí, en esa obediencia sin reflexionar sobre las consecuencias de los mandatos, en esa forma de trivializar las actuaciones propias que, sumadas, llevan al mal final, en ese pensar «qué más da lo que yo hago si no tiene importancia…», en ese «pero si yo solo soy una persona normal…», ¿hay culpa?
Aquel 11 de abril de 1961, Adolf Eichmann, el «arquitecto del holocausto», el nazi que favoreció, propició y permitió la muerte y el sufrimiento atroz de millones de personas, no se sentía culpable ni responsable de semejante horror. Él se veía a sí mismo inocente y así se declaró. Él hacía su trabajo. Nada más. No pensaba, no planificaba, no construía. «Mi cometido era solo de técnico de transportes», se defendía.
Hannah Arendt sacudió al mundo reflexionando y haciéndole reflexionar sobre el papel de la responsabilidad individual en los actos de cada ciudadano, no existiendo una responsabilidad «colectiva» o una «maldad intrínseca».
Fue como si en aquellos últimos minutos (Eichmann) resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes (Eichmann en Jerusalén).
Ni monstruo, ni loco, ni enfermo
Eichmann, relata Arendt, no respondía a los rasgos de un monstruo ni de alguien mentalmente enfermo. Su motor no fueron la locura ni la maldad, sino funcionar dentro de un sistema establecido basado en el exterminio. Otros dicen qué y cómo y yo lo hago. Punto. Eichmann, dice Arendt, hizo lo que hizo actuando como un burócrata, como un simple ejecutor, como una marioneta banal, solo guiado por el deseo de hacer lo que debía, lo que estaba estipulado. No tenía sentimiento del «bien» o el «mal» en sus actos, señala Hannah. «La filósofa dibujó un minucioso retrato de Eichmann como un burgués solitario cuya vida estaba desprovista del sentido de la trascendencia, y cuya tendencia a refugiarse en las ideologías le llevó a preferir la ideología nacionalsocialista y a aplicarla hasta el final. Lo que quedó en las mentes de personas como Eichmann, dice Arendt, no era una ideología racional o coherente, sino simplemente la noción de participar en algo histórico, grandioso, único», explicaba la escritora Monika Zgustova en un artículo publicado en El País en agosto de 2013.
Pero ¿puede una persona supuestamente «normal» cometer semejantes atrocidades? Todas las personas sometidas a presión y convenientemente adiestradas podríamos cometerlas, sería la respuesta de Arendt. En su opinión, fueron los acontecimientos los que hicieron que Eichmann desarrollara ese odio hacia los judíos. En determinadas circunstancias, el mal es el resultado de los actos de personas normales que se encuentran en situaciones anormales.
Y como todo el que sacude al mundo relatando u opinando sobre hechos polémicos, tuvo defensores y detractores. Muchos de ambos. ¿Qué indignó a una gran cantidad de lectores de Arendt? «Mientras que el fiscal en Jerusalén, de acuerdo con la opinión pública, retrató a Eichmann como a un monstruo al servicio de un régimen criminal, como a un hombre que odiaba a los judíos de forma patológica y que fríamente organizó su aniquilación, para Arendt Eichmann no era un demonio, sino un hombre normal con un desarrollado sentido del orden que había hecho suya la ideología nazi, que no se entendía sin el antisemitismo, y, orgulloso, la puso en práctica», decía Monika Zgustova en su artículo de El País. «Arendt insinuó que Eichmann era un hombre como tantos, un disciplinado, aplicado y ambicioso burócrata: no un Satanás, sino una persona ‘terriblemente y temiblemente normal’; un producto de su tiempo y del régimen que le tocó vivir».
Arendt, de familia judía, no declaraba abiertamente que Eichmann odiaba a los judíos y quiso exterminarlos. Dio una explicación mucho más racional y reflexionada sobre él. Sus críticos quizá no rechazaban el propio concepto de la banalidad del mal, gente «normal» que puede llegar a cometer atrocidades con sus actos, pero no creían que estuviera bien aplicado al caso de Eichmann. «Según lo expresó Christopher Browning en New York Review of Books: ‘Arendt encontró un concepto importante pero no un ejemplo válido’», escribía Monika Zgustova.
Hannah Arendt, destripando el mal. Pensamiento crítico
A partir de la reflexión desarrolló Arendt sus ideas. Su pensamiento fue siempre crítico. Como señala la profesora de filosofía Fina Birulés, una de las más reconocidas especialistas en la obra de Hannah Arendt, en una entrevista en la publicación humanista El vuelo de la lechuza, «en los textos de Arendt hallamos un deseo de comprender los acontecimientos que le tocó vivir junto con unos ejercicios de pensamiento que parten del supuesto de que el pensar nace de la experiencia viva y que, sin ofrecer algo parecido a un modelo teórico cómodo que permita dar cuenta de cualquier hecho, nos invitan a pensar. En la obra de Arendt podemos encontrar también una mirada crítica hacia gran parte de la tradición filosófica, un diagnóstico de la modernidad en términos de progresiva alienación del mundo, así como una fuerte apuesta por repensar la especificidad de la libertad política».
Amor por la filosofía desde los 14 años
Llamémosla pensadora o teórica de la política mejor que filósofa, como ella misma prefería. No se identificaba con el término «filósofa», no al menos desde que comenzó su etapa en Estados Unidos y se alejó del mundo académico al que tan unida había estado hasta entonces y que fue parte tanto de su formación como de su vida más íntima y personal.
La historia de Hannah Arendt comenzó llamándose Johanna el 14 de octubre de 1906, cuando nació en Hannover (Alemania). Su familia, judía, provenía de Königsberg, Prusia, actual Kaliningrado (Rusia). Su padre, enfermo de sífilis, murió siendo Hannah una niña, solo tenía 7 años. La filosofía empezó a interesarle muy pronto. A los 14 años ya había leído Crítica de la razón pura, de Kant. «La filosofía vino a mí cuando yo tenía 14 años; o conseguía estudiar filosofía o me ahogaba», dijo en una entrevista.
Y amor por un antisemita
A los 17 se marchó a Berlín, donde empezó a investigar sobre la teología cristiana y el pensamiento y la obra de Kierkegaard. Un año después viajó a Marburgo para estudiar oficialmente teología y filosofía en la universidad de esta ciudad alemana.
Era el año 1924. Y allí, en la universidad, cambia su vida personal cuando se enamora de uno de sus profesores: Martin Heidegger.
Poco había en esta relación que permitiera pensar que iba a ser fácil y a la vista de todos: él, católico, casado con una convencida antisemita, con dos hijos, tenía altas pretensiones para sí mismo en esa Alemania que ya se estaba formando y una reputación que quería mantener a toda costa, acabaría siendo partidario de Hitler y convirtiéndose en el filósofo oficial del nazismo; ella, 17 años más joven, judía.
Pero mantuvieron la relación, sí, desde finales de 1924 hasta la primavera de 1926, en secreto, de forma clandestina, con altibajos, una relación que sería decisiva para los pensamientos filosóficos de ambos.
Querida Hannah… Querido Martin…
El 10 de febrero de 1925, Heidegger le escribe una carta:
Querida señorita Arendt:
Aún debo ir a verla esta noche y hablarle al corazón.
Todo debe ser llano y claro y puro entre nosotros. Sólo entonces seremos dignos de encontrarnos. El hecho de que usted llegara a ser alumna mía y yo, su maestro, es sólo el origen de aquello que nos ocurrió.
Nunca podré poseerla, pero usted pertenecerá a partir de ahora a mi vida, y esta deberá crecer por usted.
Nunca sabemos en qué podemos convertirnos para los otros a través de nuestro ser. Sin embargo, una reflexión bien puede aclarar hasta qué punto surtimos un efecto destructivo e inhibitorio.
El camino que seguirá su joven vida está oculto. Inclinémonos ante él. y mi fidelidad a usted sólo deberá ayudarle a mantenerse fiel a sí misma.
El libro Hannah Arendt-Martin Heidegger. Correspondencia 1925-1975, publicado por Herder, recoge las cartas que los dos filósofos se enviaron a lo largo de estos años, incluso una vez terminada su relación sentimental, hasta julio de 1975, cinco meses antes de la muerte de Hannah y diez meses antes de la de Martin.
El 22 de abril de 1928, Hannah le escribía:
Te amo como el primer día, lo sabes, y siempre lo he sabido, incluso antes de este reencuentro. El camino que me enseñaste es más largo y arduo de lo que pensaba. Exige toda una larga vida. La soledad de este camino la elige uno mismo y es la posibilidad de vida que me corresponde. Pero el abandono que el destino ha suprimido no sólo me habría quitado la fuerza para vivir en el mundo, es decir, no en el aislamiento, sino que me habría bloqueado también el propio camino que, por ser largo y no un salto, recorre el mundo. Sólo tú tienes el derecho de saberlo porque siempre lo has sabido. Y creo que incluso donde callo en última instancia nunca falto a la verdad. Siempre doy lo que se me exige, y el propio camino no es más que la tarea que me impone nuestro amor. Perdería mi derecho a la vida si perdiera mi amor por ti, pero perdería este amor y su realidad si me sustrajera a la tarea a la que me obliga.
«Y si Dios lo da te amaré mejor tras la muerte».
Carta de Martin en el invierno 1932-1933:
Querida Hannah:
Los rumores que te inquietan son calumnias que encajan perfectamente con otras experiencias que he tenido que vivir en los últimos años.
El hecho de que difícilmente pueda excluir a los judíos de las invitaciones a los seminarios puede deducirse de la circunstancia de que en los últimos cuatro semestres no he tenido ninguna invitación al seminario. El que, según dicen, no saludo a los judíos es una difamación tan grave que, eso sí, la tendré muy en cuenta en el futuro.
Para aclarar mi actitud frente a los judíos, bastan los siguientes hechos:
Este semestre de invierno tengo permiso y por tanto ya comuniqué con tiempo en el semestre de verano que deseo ser dejado en paz y que no acepto que me entreguen trabajos ni nada por el estilo.
Quien a pesar de ello viene y debe doctorarse y, además, podrá hacerlo, es un judío. Quien puede venir a verme mensualmente para informar de un trabajo importante en curso (que no es ni el proyecto de una tesis ni de una habilitación), es otro judío. Quien hace unas semanas me envió un extenso trabajo para que lo revisara con urgencia, es judío.
Los dos becarios de la comunidad de asistencia cuyo nombramiento conseguí en los últimos tres semestres son judíos. Quien recibe a través de mí una beca para Roma, es un judío.
Quien quiera llamarlo «antisemitismo furibundo», que lo haga.
Por lo demás, soy hoy en día tan antisemita en cuestiones universitarias como lo era hace diez años y en Marburgo, donde incluso conté para este antisemitismo con el apoyo de Jacobsthal y Friedländer.
Esto no tiene nada que ver con las relaciones personales con judíos (por ejemplo, Husserl, Misch, Cassirer y otros).
Y menos aún puede afectar a la relación contigo.
Pero en su discurso de toma de posesión como rector de la Universidad de Friburgo, cargo que ocupó el 27 de abril de 1933, Martin Heidegger hace una loa de los valores del nazismo. Cuatro días más tarde entraba a formar parte del Partido Nacionalsocialista, al que perteneció hasta 1945. Y dos años después de esa carta dirigida a Hannah en el invierno de 1932, desde su cargo en la universidad permite que se le prohíba la entrada a la biblioteca a Edmund Husserl, judío.
Hannah Arendt, destripando el mal Contra el totalitarismo
Hannah había decidido alejarse de Heidegger y dejar Marburgo y se fue primero a Friburgo, donde estudió precisamente con Husserl, y más tarde a Heidelberg, para hacer el doctorado tutelada por Karl Jaspers. Se casó dos veces: la primera, en 1929, con el filósofo Günther Stern (que luego firmaría cambiando su apellido por Anders), a quien había conocido en Marburgo y después se reencontró en Berlín. Se divorciaron en 1937. Su segundo marido fue el filósofo y poeta Heinrich Blücher.
La adhesión abierta de Heidegger al nazismo afectó profundamente a Arendt. El correo entre los dos se interrumpe en 1932 y se reanuda 18 años después, en 1950, cuando ella ya vive en Nueva York después de haber huido de Alemania primero y de un campo de concentración en Francia después.
«Y allí, en los Estados Unidos, comienza la gran Arendt. Librada del peso de la jerga heideggeriana –no del recuerdo del hombre al cual, de un modo paradójico y oscuro, seguirá amando siempre–, liberada del academicismo muerto», escribe Gabriel Albiac en el periódico ABC en junio de 2013.
En su obra predomina el interés por la filosofía política en general y por el estudio de los totalitarismos –el «mal radical», lo llama– en particular, del antisemitismo y de la crisis de la sociedad de masas. Ya instalada en Estados Unidos, en 1951 publica Los orígenes del totalitarismo, su primer libro sobre filosofía política, en el que analiza el racismo, el imperialismo y el antisemitismo, igualando a nazis y estalinistas. Su análisis: que «ni el totalitarismo nazi ni el estalinista buscan un gobierno despótico sobre los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean superfluos». Para Hannah, el origen de la decadencia de la sociedad de masas radica en la confusión entre la esfera privada (la vida social y económica) y la pública (la política). Según señala Arendt, «los movimientos totalitarios son organizaciones masivas de individuos atomizados y aislados». El hombre masa se caracteriza por su falta de relaciones sociales y su aislamiento; el fanatismo y la devoción al líder son formas de intentar huir de ese sentimiento de soledad. Defiende un valor esencial en el ser humano: la vida activa. Labor, trabajo y acción, no una vida contemplativa.
Fue profesora de las Universidades de Berkeley, Princeton, Columbia y Chicago, y directora de investigaciones de la Conference on Jewish Relations entre 1944 y 1946. Y fue muchas cosas más a lo largo de su vida: filósofa (perdón, Hannah), redactora, corresponsal, escritora, poeta. Fue estadounidense, aunque había nacido alemana, cuando le dieron la nacionalidad, en 1951. Y fue, sobre todo, una de las pensadoras políticas más importantes del siglo XX.
«Es una de las reflexiones más lúcidas, interesantes y profundas sobre el enfrentamiento entre poder político y verdad», decía en abril de 2017 el filósofo español Fernando Savater en el programa de radio Más de uno de Onda Cero. Se refería al libro Verdad y mentira en la política, de Hannah Arendt, una recopilación de textos que la filósofa escribió hace 40 años recopilados y publicados por la editorial Página Indómita. «La realidad es un poder que se enfrenta con el poder político –explica Savater–. Este quisiera configurar la realidad a su manera y de pronto tropieza con la verdad. Ese enfrentamiento lo describe de forma magistral Hannah Arendt con todas sus implicaciones. Dice que el poder, en su pretensión de acogotar a la verdad, antes la ocultaba pero ahora la destruye, o pretende destruirla. Y eso era hace 40 años; imagínense ustedes hoy con los ‘progresos’ que ha habido en el terreno de la comunicación. En ese enfrentamiento entre el poder de la política y el poder de la verdad, dice Arendt que, en las verdaderas democracias, aunque los políticos tengan ese tira y afloja con la verdad, siempre pretenden que haya dos áreas que pertenezcan al mundo de la verdad más que al mundo de la política: el área judicial y el área educativa. Esa es una reflexión muy importante en nuestra España actual porque estamos viendo el problema que supondría cuando esas áreas son tragadas por la política en vez de la verdad».
La verdad de la razón y la verdad de los hechos
Porque la verdad existe, dice Hannah Arendt. O, mejor dicho, las verdades, que dividía en dos tipos: la de la razón y la de los hechos, la verdad «real». La precursora del fact check –la verificación de los hechos– y el análisis de esa posverdad tan de moda ahora. Porque, preocupaba a la pensadora, la falsificación se está creyendo. Y ahí radica el problema más que en la mentira en sí: en que esta sea creída. «Las mentiras resultan a veces mucho más plausibles, mucho más atractivas a la razón, que la realidad, dado que el que miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír. Ha preparado su relato para el consumo público con el cuidado de hacerlo verosímil mientras que la realidad tiene la desconcertante costumbre de enfrentarnos con lo inesperado, con aquello para lo que no estamos preparados», dijo Arendt. Murió en Nueva York el 4 de diciembre de 1975.
ies levitando con patético fulgor.
Yo misma,
también yo bailo
liberada de la gravedad
hacia la oscuridad y el vacío.
Espacios comprimidos y proscritos de tiempos pasados,
lejanías recorridas,
soledades perdidas
comienzan a bailar, a bailar.
Yo misma,
también yo bailo.
Con irónica temeridad
nada he olvidado:
conozco el vacío
y conozco la gravedad.
Con irónico fulgor
bailo y bailo.
Sueños, de Poemas de Hannah Arendt
El diario filosófico de Hannah Arendt
Qué mejor manera de conocer el pensamiento de alguien que leyendo sus propios pensamientos, tal cual ese alguien los sintió y los escribió. El Diario filosófico 1950-1973 de Hannah Arendt, publicado por Herder, nos ofrece el testimonio de primera mano de la actividad intelectual y el desarrollo del pensamiento de la autora a través de las lecturas, reflexiones, aforismos y poemas que ella misma escribió. No es un diario íntimo; son los materiales de trabajo que la autora redactó durante 23 años, entre 1950 y 1973, cuando ya vivía en Estados Unidos. El manuscrito original de este Diario filosófico está formado por 28 cuadernos que durante mucho tiempo se creyó que estaban perdidos. ¿Qué importancia tiene este libro dentro de la bibliografía de Arendt y dentro de la historia del pensamiento? Bueno, la crítica especializada lo ha comparado a los fragmentos póstumos de Nietzsche, las anotaciones privadas de Wittgenstein o los apuntes preparatorios para el Libro de los pasajes de Walter Benjamin.
Hannah Arendt, destripando el mal. Por Amalia Mosquera