Siete años después de la muerte de Sir Terry Pratchett, el escritor que hizo de la fantasía un instrumento para satirizar toda convención social o literaria, llega su biografía, obra de quien fue su asistente personal
Terry Pratchett satiriza la convención social. Hacer de lo prosaico algo fantástico, y de lo fantástico algo cómico, y de ese despliegue de talento humorístico, una crítica ligera pero mordaz contra toda convención posible, es precisamente lo que consiguió Terry Pratchett (1948-2015) a lo largo de toda su obra. De las 41 novelas del Mundodisco, ese mundo plano sostenido por cuatro elefantes en pie sobre una tortuga de tamaño cósmico en el que fluye la magia y las conexiones con otras dimensiones, incluso con nuestro nada mágico Mundobola, y de su narrativa juvenil.
Algo no muy distinto es lo que se propuso su asistente para todo durante 17 años, Rob Wilkins, al recuperar su infancia y juventud, mostrar la intimidad que compartieron y su proceso creativo y seguir paso a paso el doloroso desvanecimiento por el alzhéimer de una mente brillante. Terry Pratchett. Una vida con notas al pie, publicada en castellano y en catalán (traducciones de Manu Viciano y Marta Armengol) por la efervescente editorial Mai Més, va bien cargada de anécdotas protagonizadas por alguien a quien la realidad estropeaba una buena anécdota, de minucias reveladoras y de un devastador final que es imposible leer sin los ojos húmedos.
SE CALCULA QUE SE HAN VENDIDO UNOS 85 MILLONES DE LIBROS DE TERRY PRATCHETT EN TODO EL MUNDO
Para quien tenga la imagen de Pratchett como un benévolo Gandalf, Wilkins recuerda con todo cariño que podía ser en la intimidad un gruñón de cuidado. Y que eso no es precisamente malo. En el prólogo a su colección de ensayos «A Slip of the Keyboard», su gran amigo Neil Gaiman confesó que «bajo su jovialidad había un fundamento de furia. (…) Se indignaba contra muchas cosas: la estupidez, la injusticia, la locura humana y la estrechez de miras (…) y junto a la ira, como un ángel y un demonio caminando cogidos de la mano hacia el ocaso, está el amor: a los seres humanos, en toda nuestra falibilidad, por los objetos que atesoraba, por las historias; y en último término y por encima de todo, amor por la dignidad humana».
Terry Pratchett hace de lo prosaico algo fantástico
Hijo de una contable y un mecánico, criado en la apacible Beaconsfield (Buckinghamshire), esa ira tiene sus primera bases en el desprecio que recibió en la escuela como niño más bien distraído, algo lógico en quien decía que al fin y al cabo «se ganaba la vida teniendo leves alucinaciones». En la primera mitad del libro, Wilkins sigue los pasos de las memorias inacabadas de Pratchett, de la infancia a un periodo no especialmente brillante en el que frecuentó el cerrado mundillo de las convenciones de ciencia ficción, crio abejas y cabras en una granja, escribió tres novelas sin éxito, trabajó en tres diarios hiperlocales (Bucks Free Press, Western Daily Press y Bath and Wilts Evening Chronicle) y acabó acomodado como relaciones públicas de la South Western Electricity Board, dispuesto a «atender las llamadas de periodistas que querían saber si los reactores nucleares instalados en la vecindad de sus lectores habían explotado en tiempos recientes o estaban a punto de explotar o tenían planes de explotar en el futuro cercano». Sólo a los 39 años, tras el éxito de su tercera novela de Mundodisco, decide dedicarse profesionalmente a la escritura.
CRÍTICA Y LECTORES
La materia literaria de Pratchett no lo tenía todo para granjearse el favor de la crítica, de quienes «creen que ser serio es lo contrario de ser divertido». Sí, acabó invitado al Hay Festival. Una vez, y no volvió. «Han sido más o menos tan condescendientes como me esperaba, el típico trato de Atila el Huno visitando el Senado romano», explicó. Que esa condescendencia alcanzase también a sus seguidores, concluye Wilkins, quizá le hizo «que se mostrara más protector de lo normal con sus lectores y más inclinado a honrar su vínculo con ellos en la medida de lo posible».
HABÍA LLEGADO A LA CONCLUSIÓN DE QUE SU ÉXITO DERIVABA EN CIERTO MODO CRUCIAL DE SU ACCESIBILIDAD», DICE SU BIÓGRAFO
En su hiperactividad en presentaciones, firmas de libros y respuestas a los mensajes recibidos de sus lectores, primero por vía postal y luego digital, se mezclaba la ética obrera aplicada a la escritura («se promocionaba con tanta avidez como escribía (…) Había llegado a la conclusión de que su éxito derivaba en cierto modo crucial de su accesibilidad», dice su biógrafo) como, quizá, el impacto que le dejó haber recibido respuesta inmediata aquella vez que como fan escribió al mismísimo J. R. R Tolkien.
Y LLEGÓ J. K. ROWLING
Poca broma. Se calcula que se han vendido unos 85 millones de libros de Terry Pratchett en todo el mundo, con un éxito desigual en algunos mercados (quizá en el de lengua hispana, por ejemplo, las grotescas cubiertas dibujadas por Josh Kirby hasta su muerte, y luego por Paul Kidby, no eran la mejor carta de presentación), pero abrumador en el caso del Reino Unido. Hacia el año 2000, explica Wilkins, «había sido el autor más vendido de Gran Bretaña durante una década, honor que apenas acababa de ceder con cierta reticencia a una autora llamada J. K. Rowling».
LE IRRITABA SOBREMANERA «VER QUE SE LE ATRIBUÍA CON ALEGRÍA A ROWLING EL MÉRITO DE REVOLUCIONAR EL ‘HASTA AHORA MORIBUNDO’ GÉNERO DE LA LITERATURA FANTÁSTICA»
«La pérdida de ese estatus indiscutible en la cima (…) molestaba a Terry», reconoce su biógrafo. No fue nada personal (la felicitó por carta), pero sólo se vieron alguna vez intercambiando «mutuas y elegantes inclinaciones desde lados opuestos de la sala». Sí le irritaba sobremanera «ver que se le atribuía con alegría a Rowling el mérito de revolucionar el ‘hasta ahora moribundo’ género de la literatura fantástica» o que se buscasen huellas de Rowling en la obra de Pratchett, y no al revés.
EL PROCESO DE ESCRITURA
Wilkins revela una peculiaridad del modus operandi de Pratchett, que explicaría en parte la barroca acumulación de momentos brillante en sus novelas, a veces desbordante. «El Hoyo, el lugar del ordenador donde Terry dejaba caer las ideas sueltas, los pasajes vagabundos y las frases huérfanas. En cualquier momento se podía sacar algo del Hoyo para un futuro uso (…) Terry escribía así, en pasajes separados e independientes, al parecer sin relación unos con otros, que luego recortaba y cosía entre ellos para hacerlos encajar». El disco duro que contenía El Hoyo fue destruido con una apisonadora por deseo del escritor, aunque contenía diez novelas inacabadas cuya sinopsis desvela el biógrafo.
LA ENFERMEDAD
Tras una acumulación de pequeños incidentes, en 2007, se le diagnostica a Pratchett una atrofia cortical posterior, una variante rara del alzhéimer. Su reacción le valió los honores y reconocimientos que se le habían ido regateando, incluso el título de Sir. «Reaccionó a la noticia de su inminente defunción con valentía, con pensamiento implacable, decidido a afrontar en público y cara a cara su enfermedad, asignándose la misión de obligar al país entero a tratar el tema de la muerte asistida», explica Wilkins. Encabezó iniciativas para reclamar más financiación para la investigación sobre el alzhéimer y puso cara a la enfermedad prestándose a protagonizar tres documentales: Terry Pratchett: viviendo con alzhéimer, Terry Pratchett: eligiendo morir y Terry Pratchett: afrontando la extinción.
El libro pasa de lo anecdótico a lo dolorosamente elegiaco en el tramo final. Con episodios que dolerán a quien haya vivido algo parecido en su entorno personal. Como este: «Terry tenía la mirada fija en el teclado. La S. Te has llevado la S. ¿Dónde está? Me quedé perplejo. Fui a su lado y miré. La letra S estaba en el teclado, entre la A y la D, como de costumbre. Me agaché y la pulsé. Terry se volvió y me sostuvo la mirada. Había ansiedad en sus ojos».
Y así, en lenta pendiente hasta el final (por causas naturales), que Wilkins y Rihanna Pratchett decidieron anunciar con tres tuits protagonizados por la Muerte, que en sus novelas siempre se dirige a los moribundos en mayúsculas.
Terry Pratchett satiriza la convención social. Por Ernest Alós