El escándalo de presuntas corruptelas y compra de favores que asola al Parlamento Europeo ha colocado a esta institución, una de las claves de bóveda del equilibrio institucional de la Unión Europea y expresión máxima del principio democrático, en una delicadísima situación sin precedentes.
Algo huele a podrido en el Parlamento Europeo. La sospecha de que los gobiernos de Qatar y Marruecos han sobornado a miembros del Parlamento Europeo –empezando por su carismática vicepresidenta, Eva Kaili, europarlamentaria griega adscrita a grupo de los socialdemócratas–, se hizo pública en el contexto de unas investigaciones llevadas a cabo por la policía belga.
En efecto, la policía se incautó de un total de un millón y medio de euros guardados en bolsas en la casa del supuesto líder de la trama corrupta, el antiguo europarlamentario socialista Pier Antonio Panzeri, así como que en la vivienda de la ya exvicepresidenta Eva Kaili, destituida el pasado 13 de diciembre por el Parlamento Europeo.
Igualmente, la policía implica a su padre y a su pareja y asistente parlamentario Francesco Giorgi, y la trama parece extenderse a decenas de parlamentarios, siendo el foco de atención de la policía la ONG Fight Impunity, fundada hace tres años por Panzeri, que ocultaba, tras su declarado objetivo de luchar contra la impunidad frente a las violaciones de Derechos Humanos, otras finalidades menos filantrópicas.
Consecuencias para la Unión Europea
Hasta aquí los hechos, aunque las noticias no dejan de sucederse y aún estamos lejos de conocer el verdadero alcance de esta supuesta trama. Y estos hechos han provocado un verdadero terremoto en la Unión Europea cuyo epicentro se sitúa en su núcleo de legitimidad democrática, generando un desconcierto generalizado ante el que se ha de responder con serenidad y firmeza, ya que son diversos los frentes que se abren y que merecen nuestra atención.
En primer lugar, el Parlamento Europeo queda herido de consideración; de la reacción del propio Parlamento y del resto de las instituciones dependerá que la herida cicatrice adecuadamente.
Porque, en efecto, el prestigio de una institución crucial en el edificio jurídico y político de la unión está en juego. Cierto es que tradicionalmente el Parlamento ha sido maltratado por la política partidista, convertido en cementerio de elefantes o postergado en la jerarquía de intereses de los partidos nacionales.
Tampoco la ciudadanía ha terminado de ser consciente del grado de importancia que hoy posee, algo a lo quizás no es ajena la propia institución, incapaz de hacer valer su peso político ante una ciudadanía que ha acudido con frialdad a las citas electorales europeas, siendo así que, salvo un ligero repunte en los últimos años, el nivel de participación en los comicios europeos ha venido disminuyendo paulatinamente desde las primeras elecciones que tuvieron lugar en 1979.
El Parlamento de Europa
Pero lo cierto es que si ha habido una institución que ha ido ganando poder y peso en el juego político de la Unión Europea a lo largo de los años ha sido el Parlamento. Tras el Tratado de Lisboa, su papel fundamental, codo a codo con el Consejo en el procedimiento legislativo ordinario, o en el procedimiento presupuestario, por mencionar dos ejemplos paradigmáticos, pone de manifiesto su relevancia en la toma de decisiones en el tablero europeo.
La Unión, pese a sus deficiencias y déficits, ha devenido en el único sujeto de Derecho Internacional con un parlamento supranacional con relevantes funciones decisorias que es elegido directamente por los ciudadanos.
Por todo ello, un Parlamento minado por la sospecha de corrupción generalizada, el tráfico de favores, y la injerencia de países extranjeros ajenos en buena medida a los valores preconizados por el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea, puede suponer, si no se actúa sensata y decididamente, una verdadera carga de profundidad en la línea de flotación de la legitimidad democrática de la Unión.
Es verdad que la corrupción es una vieja conocida de la Unión Europea. Desde la dimisión de la Comisión Santer en 1999 –el Grupo de Sabios que investigó las irregularidades exoneró al colegio de comisarios de actos corruptos, aunque censuró sus mecanismos de gestión y control– hasta hoy la Unión Europea no se ha librado de un fenómeno que no conoce fronteras.
Pero es la primera vez que afecta de una manera sustancial al Parlamento, y, por añadidura, el hecho de que terceros Estados ejerzan su actividad lobista a cambio de sobornos ante la inacción del propio Parlamento –recordemos que ha sido la policía belga la que ha destapado el asunto– agrava aún más la situación.
Que actores extranjeros ejerzan mecanismos de soft power y desplieguen redes de influencia para hacer valer sus intereses es una cosa. Que europarlamentarios reciban dinero a cambio a alabar la legislación laboral de Qatar, o defender el estatuto de autonomía de un Sahara bajo la soberanía de Marruecos es algo muy distinto.
Algo huele a podrido en el Parlamento Europeo. Transparencia y regulación
La actividad lobista es una realidad insoslayable en Bruselas, y ya supera cuantitativamente a la de Washington. Por cada uno de los 705 europarlamentarios hay 17 lobistas inscritos en Bruselas. Pretender impedir esta actividad sería poner puertas al campo: la interacción entre sociedad civil y poder público no es de suyo indeseable, pero debe estar mejor regulada, y ser más transparente. La Unión posee desde 2011 un registro voluntario de grupos de interés, que ha venido siendo obligatorio solo para determinadas cuestiones, como la solicitud de una tarjeta para el acceso al Parlamento Europeo.
En 2021 un acuerdo interinstitucional tripartito entre Parlamento, Comisión y Consejo realiza importantes reformas sobre este registro, entre otras la de dotarlo de carácter obligatorio. En todo caso, aquellas actividades desempeñadas por autoridades de terceros países quedan excluidas del registro de transparencia.
Por eso tanto la presidenta de la Comisión como la del Parlamento se han comprometido a emprender un conjunto de reformas para mejorar la transparencia institucional, incluyendo un control estricto de los contactos de los diputados. Es una medida positiva, pero no suficiente. Se hace necesario un firme golpe de timón que muestre a las claras el compromiso con la limpieza de las instituciones europeas, solo así se podrán restañar las heridas infligidas por este turbio asunto.
Algo huele a podrido en el Parlamento Europeo. Por Antonio Díaz Narváez, Profesor Doctor Derecho Internacional Público, Universidad Pontificia Comillas, Universidad Pontificia Comillas
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.