Miriam Cahn lleva años madurando su peculiar imaginario «arquetípico» pintando figuras que no son ni mucho menos «andróginas», sino más bien espectrales
Cahn lleva años analizando y creando su peculiar imaginario plasmando «acontecimientos figurativos», fulguraciones inquietantes, corporalidades tensadas entre la angustia y el deseo.
Dibujos a gran escala, colores brillantes o perspectivas inusuales perturban la percepción del espectador. Esa proliferación fantasmática en el obsesivo imaginario de Miriam Cahn literalmente da a luz aquello que pretende dejarse oculto: los procesos represivos que determinan la «sexualidad».
Con tenacidad, Miriam Cahn (Basilea, 1949) ha mostrado a lo largo de su trayectoria que la pintura no tiene que ser necesariamente una «cosa mental», y, afortunadamente, renuncia a una retórica camufladora de intenciones que tienen mucho de pulsionales. Sabemos, a pesar de su «mutismo», que pinta y dibuja en sesiones intensas, tumbada o incluso a ciegas, poniéndose dificultades, tratando de evitar la comodidad que lleva al «manierismo», pero también somatizando los motivos conflictivos que afronta. Se ha señalado que su modo de proceder creativo tiene algo de «performativo», y habría que asumir que fue a partir de una peculiar lectura de Pollock como Kaprow encontró el impulso para desplazarse más allá de la clausura del estudio del pintor.
Las figuras espectrales de Miriam Cahn muestran una estetica tragicómica
La artista dispone sus obras en sala subrayando su condición «precaria», evitando el enmarcado monumentalizador, dando un peculiar ejemplo de aquello que Bataille calificara como «bajo materialismo». Tituló en una ocasión una de sus exposiciones Riéndose cuando es peligroso, y en otra la tituló Todo es igual de importante.
Podría parecer que «la cosa» se la toma a broma, o que no importan las matizaciones, cuando sucede exactamente lo contrario. La estética de esta pintora suiza es más trágica que cómica, y solamente podemos entregarnos a la risa con aquella amarga conciencia, puesta en escena por Beckett de forma descarnada, de que solamente podemos esforzarnos para «fracasar mejor» .
Según parece, fue la visión de la prodigiosa película El desierto rojo (1964), de Antonioni , decisiva para que Cahn introdujera en sus obras el color después de haber realizado infinidad de piezas en blanco y negro.
Lo que no ha dejado de hacer nunca esta pintora es «sacarle los colores» a una sociedad violenta y tremendamente falocrática.
En una entrevista que concedió hace dos años, Cahn daba una lapidaria respuesta a una tópica observación sobre el carácter «privilegiado» de lo corporal sobre lo mental en la mente femenina: «Es de kitsch feminista pensar que el cuerpo de la mujer es más privilegiado frente a la mente. La mujer como naturaleza, el hombre como cultura… Se acabó pensar sobre esta mierda»
Cuando, según ciertas lógicas de los comisarios, parecería que «la pintura no pinta nada», especialmente en el parque temático bienalizador, Miriam Cahn consiguió llamar la atención de la institución artística en la Documenta de Kassel de 2017 con su estética inquietante que da cuenta del racismo y la amenaza nuclear, o que nos recuerda que la violencia contra las mujeres no cesa.
En cierto sentido, con ella asistimos a un siniestro «origen del mundo». Nos desafían unos «dobles» familiares y extraños. Experimentamos el turbulento retorno de lo reprimido. Sentimos que, en medio de la violencia del mundo el deseo puede ser menos funesto que en los mitos: carnal, intempestivo, eruptivo.