La Historia del ojo de Georges Bataille consta de complejas y sutiles superposiciones. Es, al mismo tiempo, una historia de niños traviesos y una novela gótica del siglo veinte
‘Historia del ojo’ de Georges Bataille. Un texto surrealista a medio camino de la prosa y de la poesía y un documento clínico sobre las obsesiones. Es todas estas cosas a la vez y en eso está su mérito. Cualquier intento de desunirlas, para analizarlas por separado, tendría el mismo efecto que autopsiar un cuerpo vivo: matarlo.
¿Pero hay otra manera de averiguar su realidad profunda, de entender esos escurridizos mecanismos que hacen de esta historia, en nuestros días, algo tan inusitado como lo fue cuando apareció, cincuenta años atrás, en 1928, bajo el seudónimo de Lord Auch, en una edición clandestina de apenas ciento treinta y cuatro ejemplares?
No la hay y, por ello, no queda más remedio que intentar la temeraria cirugía, dejando bien en claro, eso sí, que la novela no se compone de miembros separables coma las piezas de un juguete.
Ella es un organismo vivo, en el que la parte solo existe y funciona subordinada a las otras partes y al conjunto y en el que éste trasciende la suma de los elementos que lo forman. Y. por lo tanto, la operación de aislar éstos, artificialmente, además de ser provisional y relativa, solo puede aspirar a mostrar algunas pruebas de su riqueza, no a revelar el secreto total de su existencia.
Para una primera mirada, rápida y superficial, Historia del ojo es un juego de niños irreflexivos, vehementes y caprichosos (como suelen ser los niños).
El anónimo narrador nos dice, al principio, que tiene dieciséis años y, poco después, en el episodio del armario normando, insiste en que ninguno de los ocho jóvenes que asisten a la fiesta ha cumplido aún los diecisiete. ¿No estará exagerando y -a los niños les encanta jugar a ser grandes- aumentándose y aumentando la edad a sus compañeros? La hipótesis no se puede descartar.
El narrador es un redomado mentiroso -un niño, al fin y al cabo- y a cada paso detectamos, en el curso del relato, que superlativiza lo que cuenta en función de sus deseos. Pero, bueno, admitamos su testimonio.
El, Simone y Marcelle, serían adolescentes, en el límite de la niñez. No olvidemos que estamos a principios de siglo, cuando se tardaba en crecer mucho más que ahora, en que una niña hace la primera comunión y el amor al mismo tiempo.
En aquella época, en el ambiente de familias burguesas del relato, eso era sencillamente inconcebible.
De todas maneras, estos jóvenes se aferran con furia a la infancia que han dejado atrás y actúan como si estuvieran todavía en esa hermosa etapa de la vida cuyas alternativas son el aburrimiento y el juego y en la que la libertad puede ser ejercida sin las cortapisas incómodas de la responsabilidad. Eso es lo que hacen estos muchachos aniñados. Obedecen sus instintos y su fantasía sin tener en cuenta para nada las prohibiciones y los prejuicios que los adultos han erigido para canalizar y frenar esas fuerzas.
Pero sería injusto decir que son niños inconscientes de la presencia adulta. Los padres existen y, en la primera parte de la historia, están muy cerca, como sombra ominosa que amenaza y condimenta de riesgo los juegos infantiles. Por lo demás, ¿hay un juego más excitante para los niños que desobedecer a los mayores?
El narrador y Simone practican la malacrianza con verdadero ardor, y no se debe excluir que buena parte de las barbaridades que hacen no tenga otra razón que la de escandalizar a sus padres y desafiar su autoridad.
La madre de Simone es una dama «extremadamente dulce», de vida «ejemplar». Un dechado de virtudes. Ahora bien, si es así, ¿qué otra cosa le queda a la pobre Simone, para diferenciarse -independizarse- de ella que optar por lo contrario y convertirse en un modelo de vicios?
El narrador, a juzgar por el temor que lo lleva a escaparse de su casa y por esa alusión a su «padre anciano, tipo clásico del general chocho y católico», debe pertenecer, también, a una familia virtuosa y reprimida, a la que le encanta asustar, haciéndole creer, por ejemplo, que si denuncian su fuga a la policía se pegará un tiro. No se atreve a más sin duda porque, por viejo y chocho que esté, el general debe conservar todavía reflejos de autoridad.
En cambio, la madre de Simone es un ser débil, sin defensas, y eso significa que en la guerra niños-adultos, padres-hijos, está perdida. El niño, una vez que descubre un flanco mal resguardado en quien lo vigila, con instinto certero ataca allí hasta que conquista una prerrogativa.
Y si la resistencia sigue cediendo, seguirá avanzando, al compás de sus deseos, los que, todos sabemos, crecen a medida que van siendo saciados. Eso es lo que ocurre entre Simone y su madre. La buena señora queda tan afectada la primera vez que sorprende los juegos de su hija y de su amigo, con huevos, en el cuarto de baño, que no osa decir palabra. Ya está derrotada sin remedio….
‘Historia del ojo’ de Georges Bataille: un juego de niños, pastiche gótico, texto automático, documento psicológico sobre la obsesión, Historia del ojo es todas esas cosas al mismo tiempo y ninguna de ellas por separado.
Quizá sea inútil añadir, para agotar el balance de deudas con ese género -o, mejor, el aprovechamiento de toda su parafernalia- que en el mobiliario de Historia del ojo, como en el de las novelas góticas, donde nunca faltan arcones con tesoros o cómodas antiquísimas de terribles contenidos, hay un enorme armario normando en el que pasan también cosas terribles.
En su añoso interior, una muchacha orina y se masturba y, tiempo después, se ahorca. Con el de Marcelle hay en esta corta historia hasta cuatro cadáveres, todos ellos resultado de muerte violenta -Marcelle se suicida, una bella ciclista es atropellada por el narrador, el torero Granero muere corneado tres veces y uno de los cuernos le vacía un ojo, y, finalmente, Don Aminado es asesinado por el trío infernal-, sin contar las mulas destripadas en la corrida, lo que, en conjunto, da un total de sangre y mortandad más abundante que el de una novela gótica promedio y semejante al de una tragedia isabelina.
Es probable que Bataille conociera la novela gótica gracias a los surrealistas, quienes fueron sus entusiastas promotores en Francia.
El monje, de Lewis, fue elogiada por Breton en el manifiesto de 1924 y Artaud la tradujo al francés años más
tarde.
Los surrealistas, que, es sabido, nunca tuvieron muy en alto el género novelístico sino todo lo contrario, valoraban en la novela gótica lo que ella tenía de oposición al realismo, sus trucos tremebundos de gran guiñol, su decorativismo rebuscado, sus personajes neuróticos y su fascinación por la locura y lo irracional (idéntica a la de ellos: los había puesto de moda Freud, en esos años).
De estos ingredientes estaba hecha la poesía para Breton y sus seguidores, quienes, aunque se decían enemigos declarados de toda «literatura», fundarían una nueva estética y revolucionarían profundamente la práctica literaria de su tiempo.
Sin esta nueva estética -que era también una nueva moral literaria- Historia del ojo no hubiera podido ser escrita, no en todo caso en la forma en que lo fue. Pero, aunque me parece innegable que este texto sea surrealista, y crea que hay que admitirlo para entenderlo de manera cabal, es preciso advertir también que lo es de una manera poco ortodoxa, es decir, distinta en muchos aspectos de los textos del movimiento a fines de los años veinte (como Najda).
La verdad que, mediante este ascetismo verbal, quiere asir -transmitir- Historia del ojo es la del sueño, el Dios que quiete tocar -describir-, es el deseo. Y para conseguirlo, así como el místico debe trascender las limitaciones de la carne, el autor debe sortear los arrecifes de la conciencia y la razón (por eso el sacrificio de la psicología).
«Nosotros, en realidad, jamás demos hablado», dice el narrador de él y de Simone. Así es, en efecto. Esa falta de diálogo entre ellos, sin embargo, no obstaculiza sino que facilita la perfecta inteligencia y complicidad que los une en los instantes decisivos. No se hablan, salvo en ocasiones excepcionales, para impartirse una orden que el otro inmediatamente acata, y ese silencio los comunica mejor que el más florido de los lenguajes.
‘Historia del ojo’ de Georges Bataille. No se trata de un mundo histórico-social sino de un mundo soñado
Las cosas ocurren en él por una necesidad inmanente, acarrean consigo una fuerza que las produce o las suprime y, en el tiempo que duran, se hallan liberadas por entero de ataduras con otro contexto que no sea la propia voluntad -quizá sería preferible, el instinto- de los protagonistas.
Ésta es la mayor diferencia que opone ese mundo al nuestro, el de los hombres de ojos abiertos, encadenados a la luz del día y a la razón. Entre nosotros, se es esclavo o se es libre. Allá, en el reino maravilloso y temible del deseo, se es las dos cosas a la vez.
La esclavitud consiste en que los hechos que acontecen en él son inevitables y fatídicos. Ésa es la impresión que dan Simone y el narrador en sus masturbaciones, coitos, manoseos y juegos con huevos y orines: de muñecos desalados actuando en función de un mecanismo que alguien superior ha puesto en marcha.
Ahora bien, esa esclavitud es simultáneamente libertad inconmensurable porque, una vez desencadenado el mecanismo, nadie podrá detenerlo o modificarlo. El deseo, abierta la compuerta del reducto de la conciencia que lo disimulaba y contenía, al volcarse sobre el mundo, lo deshace y recompone a su capricho sin que nada pueda impedírselo.
No solo esclavitud y libertad dejan de ser vividos como contrarios en la realidad del deseo.
Ella está hecha de la identidad de muchos otros opuestos para el mundo de la vigilia. Así, los actos humanos no preceden a las palabras que los describen sino, a la inversa, la descripción verbal de un acto lo provoca o constituye. Es decir, no es el contenido el que determina una forma sino -como ocurre en el sueño y en el arte- la forma la que hace nacer el contenido.
Contrariamente a lo que Bataille pudo pensar al escribir esta confesión heroica sobre sus demonios, no son éstos los que, con el paso del tiempo, conservarían en su libro el perfil de historia maldita, sino, más bien, la prueba que él suministra, con acento sombrío, una vez más en la historia de la literatura, de ese estigma de la condición humana, a la que ha sido dada la facultad de ir siempre, gracias a la imaginación, más allá de todas las fronteras que puede alcanzar la materia carnal que genera esos sueños.
La grandeza y la miseria del hombre.
A nadie le ha sido concedido idear una felicidad más varia ni intensa, porque sólo él puede atizar, renovar y complicar al infinito el fuego del deseo, con el combustible de la fantasía. Pero, justamente, esa facultad dilata su frustración, pues lo propio de ella es alejarse siempre de lo que la vida real puede saciar, aun en el paso de los más terrestres y resignados. Ese abismo, a lo más, puede intentarse llenar con subterfugios tramposos como la escritura. Es lo que trata de hacer Historia del ojo y es lo «patológico» del libro.
En cuanto a la índole de ese material obsesivo no hay nada que la literatura maldita no hubiera revelado anteriormente ni demostración que no fuera ilustrada, digamos, por un Sade, de que, como lo muestra La historia del ojo, el deseo en libertad conduce a la destrucción y autodestrucción, que la violencia es ingrediente del sexo y viceversa y que el esperma tarde o temprano se torna sangre.
La voluntad de transgresión, implícita en el erotismo, que, llevada hasta sus últimas consecuencias desemboca en el crimen y la muerte, recorre el relato y es el resorte que anima los actos sexuales de los protagonistas. Pero en el caso de ellos sería exagerado hablar de erotismo, porque éste sugiere alguna forma de placer vital.
¿Gozan acaso los héroes de esta novela? Acerca de ‘Historia del ojo’ de Georges Bataille
Es muy dudoso, aunque el narrador nos diga que sí. En realidad parecen unos seres profundamente infelices, de una seriedad fúnebre, sobre todo cuando se excitan y eyaculan. Quizá ello derive de su soledad. No es casual que sean onanistas empedernidos y que orinar sea, junto con masturbarse, su placer preferido.
Ambas cosas se hacen a solas, son tenazmente individualistas, no se comparten. Bien sopesadas, sus fantasías sexuales son pobres. De una indigencia supina cuando uno piensa en los catálogos de perversiones de un Sade, por ejemplo.
Y entre esas fantasías, la única que podemos llamar original es la que asocia los huevos y el ojo a la práctica sexual. Examinémosla de cerca.
Está subrayada en el título, lo que pone de relieve su importancia. Que se trata de un caso peculiar de voyeurisme y que toda la historia gira en torno a la obsesión visual es evidente, pero esto no nos aclara todo, pues este mirón y los mirones del relato lo son a tal punto que no se contentan con gozar viendo el amor, haciéndolo con los ojos, sino que esa necesidad es en ellos tan imperiosa que los lleva, mediante una transferencia clásica, a convertir el sujeto, o sea el órgano a través del cual se materializa esa necesidad, en su objeto.
El ojo por el cual gozan del sexo, se desdobla y halla en sí mismo su satisfacción: esto explica, quizá, por qué este es un mundo masturbatorio.
Pero ese desdoblamiento no es todo. A su vez, ese órgano, el ojo que gozaba sexualmente mirando el sexo y que se ha convertido a su vez en sexo, va a operar un nuevo desdoblamiento, convirtiendo en objeto sexual algo que se le asemeja: los huevos.
Muy significativamente, a Simone le gusta posarlos sobre su sexo para romperlos, operación que el narrador ve con excitación y gozo.
Esa cadena de transferencias, sustituciones y asociaciones -el ojo sexual, el sexo visual, el huevo que es sexo y ojo- está muy claramente establecida a lo largo del relato.
Los huevos se incorporan a los juegos sexuales del narrador y de Simone como símbolo de ese voyeurisme, hegemónico en ellos y que, a medida que se vayan desbocando sus deseos, va a fraguar su propia mecánica y ritual, proyectándose primero en el ojo ajeno, convirtiendo luego a éste en un objeto de codicia y excitación sexual, en los episodios sucesivos de la plaza de toros, donde un toro arranca un ojo al matador con el cuerno y en el de la sacristía donde Simone exige, coma apoteosis y fin de fiesta de la orgía, el ojo del cadáver de Don Aminado. Pero esas asociaciones son todavía más enrevesadas.
Porque el huevo se asocia al ojo (y por lo tanto al sexo) no solamente, como dice el narrador -para que no nos quepa duda de que él es consciente de esa asociación por la forma ovoide de ambos, sino sobre todo porque los huevos, tradicionalmente, por su forma y por una tradición popular que irriga incontables chistes, poemas, canciones, juegos de palabras, etcétera, han servido de punto de comparación obligado con los testículos, es decir, con el sexo.
De este modo, se cierra el círculo obsesional, terminando donde empezaba. Esos voyeurs, cuyo placer sexual está en los ojos, gozan jugando con huevos que parecen ojos porque, además, los huevos, a la vez que ojos, son también recipientes y bombas de esperma.
Dentro de este contexto cobra toda su significación el capricho -a estas alturas de la historia ya no se trata de un capricho sino de una necesidad- de Simone de pedir a Sir Edmond los testículos del toro de lidia (es decir sus ojos, es decir su sexo) y se entiende que, en la orgía en Sevilla, el narrador tenga esa alucinación que lo hace ver, en el sexo velludo de Simone, el ojo pálido de Marcelle llorando lágrimas de orina.
Frente a lo que podríamos llamar barroquismo de que se reviste en Historia del ojo, la práctica a fin de cuentas modesta y elemental del voyeurisme, las otras obsesiones que lo pueblan -como la de los orines- tienen un interés menor.
Lo dije al principio y ahora conviene repetirlo, para que no quepa la menor duda: juego de niños, pastiche gótico, texto automático, documento psicológico sobre la obsesión, Historia del ojo es todas esas cosas al mismo tiempo y ninguna de ellas por separado.
Todas se constituyen, corrigen, complementan y a veces irritan una a la otra y eso puede gustarnos o aburrirnos, a algunos ofenderlos.
Pero ese texto que inició tan aviesamente su existencia, hace medio siglo, con un nombre falso de autor y un pie de imprenta también probablemente inventado, tan plagado en sus pocas páginas de otras trampas y supercherías, y que, sin embargo, ha ido abriéndose camino poco a poco hacia un público cada vez mayor, no es algo que podamos leer con condiciones ni haciendo las trampas que él nos hace.
Debemos aceptarlo o rechazarlo como lo que es, un difícil y desgarrado texto de vocación intensamente subversiva, que se alimenta de la mitología de nuestra infancia y de refinadas experiencias estéticas a la vez que de un esfuerzo trágico para sacar de sí, a la luz, esas verdades horrendas que, para usar una comparación que sin duda no hubiera molestado a Bataille, los católicos solo se atreven a musitar con esfuerzo en la seguridad oscura del confesionario.
¿Te apetece comprarte ‘Historia del ojo‘ de Georges Bataille? Te lo ponemos fácil:
Es un clásico de la literatura erótica, libro cuyo autor es inclasificable porque no sólo pisó la literatura sino el ensayo, la filosofía, ejerciendo una influencia decisiva sobre el pensamiento del siglo XX, especialmente en la escena francesa.
Influenciado por el marxismo, el surrealismo y el existencialismo, fue saludado por Sartre como: «Un nuevo místico». Se trata de literatura salvaje que no ahorra al lector ningún detalle sobre la violencia que se desata en la llama del erotismo. Siendo al mismo tiempo una crítica a «la cultura del ojo» que hoy vivimos en este mundo que exalta la superficie y la técnica sobre la vida de los hombres.
Historia del ojo’ de Georges Bataille. El placer glacial (acerca de Historia del ojo, de Georges Bataille), de Mario Vargas Llosa. Texto: Mario Vargas Llosa. Lima, 1978