Todos buscaban una sola cosa: peyote, la planta psicoactiva conocida como hikuri, un cactus blando y pequeño que se camufla debajo de los matorrales.
La ruta sagrada del peyote. Mario Bautista cavaba sin descanso. En la profundidad del vasto e inclemente desierto chihuahuense en el noreste de México, llevaba casi ocho horas en medio de lo que parecía un interminable matorral espinoso. Alrededor suyo había 25 integrantes de su comunidad, entre ellos su esposa y sus hijos.
Mario y quienes lo acompañan son integrantes del pueblo mexicano huichol o wixárika y para ellos el hikuri es su sustento. Lo que encuentran lo llevan a su aldea para usarlo en los rituales religiosos diarios.
Desperdigados por la accidentada Sierra Madre Occidental, los huicholes son un grupo indígena con una población aproximada de 45.000 habitantes. En su cultura el peyote es mucho más que un cactus alucinógeno. Para ellos, la planta es una forma de conectar con sus ancestros y regenerar el espíritu.
Cada año, las comunidades huicholes hacen un peregrinaje de varios cientos de kilómetros a la ciudad de Matehuala, en el noreste mexicano. Los grupos viajan —ahora en autos, camiones y autobuses— bajo la dirección de un chamán conductor, o maraka’ame.
Según la ley mexicana, solo los grupos indígenas tienen permitido cultivar y consumir peyote. Pero en parte debido a su creciente popularidad como droga recreativa, la planta es cada vez más difícil de encontrar. Si su territorio sagrado sigue bajo amenaza —por el turismo de drogas, la minería y la usurpación agrícola— entonces también estará en peligro un aspecto fundamental de la identidad huichol.
El pasado mes de marzo, fuimos invitados a unirnos a Mario y su familia en su peregrinaje.
Los peregrinos se dividen en grupos según las tierras ancestrales de su familia y cada grupo solo puede acceder a zonas específicas de Wirikuta. También deben recibir una bendición inicial en su pueblo antes de emprender el viaje. Para la familia de Mario, la bendición se llevó a cabo en el rancho La Tristeza, cerca del poblado de La Cebolleta, en el estado mexicano de Nayarit.
Al día siguiente el grupo, ataviado con sus trajes típicos, emprendió la travesía. Las mujeres vestían prendas de colores vivos cosidos a manos. Protegían su cabeza del sol con pañuelos.
Los hombres vestían camisas blancas y pantalones con bordados en forma de venados, peyote y otros símbolos. También llevaban sombreros de ala ancha ornamentados con plumas. En particular, K’kame, guardián del pabellón ancestral de la comunidad, era un espectáculo para la vista: su sombrero tenía más plumas y el hombre exhibía una energía caótica durante todos los rituales.
La primera noche, el grupo se instaló en un sitio sagrado al costado de la autopista. El primer ritual de la velada fue una ceremonia de cambio de nombres: el desierto se convirtió en océano, el peyote se transformó en chayote. El cambio de nombres ayuda a los peregrinos a ingresar a un nuevo mundo.
Alrededor de la media noche, los peregrinos se sometieron a una confesión pública durante la cual cada uno de los asistentes enlistó sus relaciones sexuales del pasado y el presente. Luego, los nombres se leyeron en voz alta alrededor de la hoguera con la intención de desprenderse del pasado.
La ruta sagrada del peyote. Cada una de las relaciones se ató en forma de nudo a ramas de palma. Las ramas luego se quemaron en el fuego.
Durante la travesía, los peregrinos hicieron ofrendas en lugares sagrados: sitios en los que sus ancestros habían encontrado agua en recorridos previos. El agua era clave en las ofrendas: se emplearon plumas y velas para rociar agua encima de los ofrecimientos, entre los que había tortillas de maíz y monedas.
La ruta sagrada del peyote. Las familias se reunían en torno al ojo de agua, en donde cantaron, corearon y se bendijeron mutuamente. Un violinista tocó una melodía alegre de fondo.
Luego de viajar durante una semana, al final llegamos a nuestra zona, conocida como Bernalejos.
“Es la iglesia más grande del mundo”, proclamó Mario cuando ingresamos al desierto.
Las familias descansaron un poco, pero no había tiempo para dormir. Los peregrinos se quedaron despiertos toda la noche para cantar y bailar por una buena cosecha.
La mañana de la cosecha, las familias se pintaron la cara con puntos amarillos en ambas mejillas. Mariana, la esposa de Mario, explicó que las pinturas simbolizan el sol.
Dispuestos en una hermosa formación, la comunidad marchó hacia la luz de la mañana con machetes y canastos. Al principio todos avanzaron juntos pero poco a poco las familias se dispersaron.
La cosecha duró horas y se volvió más difícil en tanto el sol era más inclemente. Los terrenos de peyote más grandes se ubicaban debajo de arbustos cubiertos de espinas; llegar a ellos era peligroso, sobre todo en el calor del día, cuando los colores parecían fundirse.
Pero la búsqueda seguía. Mario explicó que no solo recolectaban peyote para ellos sino para los familiares que no habían podido hacer el viaje. Cada familia reunió hasta 150 botones y después las plantas se pusieron a secar y se bendijeron.
Cerca del atardecer, subimos a una loma para presentar una última ofrenda. Mario nos pidió que nos tomáramos de las manos. Nos tocó las manos e ingerimos pequeños trozos de peyote.
La planta era tremendamente amarga. Las familias consumieron solo un poco, el equivalente a una microdosis, para facilitar la reflexión en calma. Esa noche, el grupo cayó en un sueño tranquilo, como si un hechizo hubiera caído sobre el campamento.
Bien descansados de la noche anterior, levantamos juntos el campamento para marcharnos al día siguiente. Al echar un vistazo a la cosecha de su familia en el suelo junto a las brasas de la hoguera, Mario nos sonrió.
“Hemos recibido un don sagrado de la Madre Tierra”, dijo, “y ahora tenemos que devolverlo al hogar”.
La ruta sagrada del peyote. Photographs by Matt Reichel. Por Robyn Huang